En el encierro del coronavirus, también nos persiguen los toros. El pasillo de casa resulta tan estrecho como la soledad. El cornudo animal nos empuja hacia las preguntas existenciales. En este país, “el quién somos” suele bañar en sangre el “adónde vamos”. Quizá porque no tengamos ni puñetera idea de qué es España. La cartilla de nacimiento luce confusa: ni cuándo, ni cómo, ni por qué…

Este buen mozo pamplonés fue “cogido” en la curva de su biblioteca, justo cuando enfilaba el callejón camino de la plaza. Tuvo la culpa un libro llamado Godos de papel (Cátedra, 2019), publicado por Adrián J. Sáez, profesor de literatura española en la Universidad Ca’ Foscari Venezia.

A lo largo de sus páginas, explica por qué hemos padecido una obsesión visigótica en lo que se refiere al cordón umbilical de nuestra nación. Luis Alberto de Cuenca, en el prólogo, reconoce que es difícil “encontrar un mito cultural tan sugerente como este”. Y tiene razón. Agarrado al tomo, bebí varias tazas de té y recibí la cornada que me dejó sumido en aquella época del “tú me matas, yo te mato”.

Cuando cerramos los ojos y pensamos en los godos, cada uno imaginamos una cosa distinta: yo veo un tipo de barba larga que, con un hacha en cada mano, me sonríe de forma pendenciera. Por eso hace bien el profesor Sáez en ajustar una definición al poco de empezar, que podría resumirse así: se trata de un pueblo que procedía de la península escandinava, que emigró al mundo báltico primero, luego a Ucrania y que se coló en el Imperio romano a partir del año -más o menos- cuatrocientos.

Anotado, vale, aprendido, pero ¿por qué narices algunos -y muy poderosos- han enarbolado las “fortalezas” del reino visigodo para dibujar un origen heroico de España? En ese saco podemos meter a gente muy variopinta: Cervantes, Quevedo, Lope, los románticos del XIX… ¡y hasta Franco! Mis disculpas a la literatura por endosarle a un dictador sin demasiado interés -ni conocimiento- por los libros. Si fuiste al colegio en los años cincuenta, sesenta o principios de los setenta, seguro que te suena la retahíla: Leovigildo, Hermenegildo, Recaredo, Recesvinto, Rodrigo

Sáez, que es irónico y aficionado al dardo literario, recurre a los ensayos de Montaigne para dar una respuesta: “La mayor parte de las naciones busca su origen en invenciones”. Juan Pablo Fusi, en su Historia mínima de España (Turner, 2012), apostilla: “Su entidad fue débil; y la vida histórica, breve”. Pero algo tienen los visigodos, que se colaron en las grandes obras del Siglo de Oro. Ahí va Cervantes en Numancia: “Godos serán que, con vistoso arreo, / dejando de su fama el mundo lleno, / vendrán a recogerse en tus entrañas, / dando de nuevo vida a tus hazañas”.

Conviene mirar al año 569, al reinado de Leovigildo, que implantó la “unidad” en torno al reino de Toledo. Esa condición, la del estreno de una única ¿nación?, es la que, a grandes rasgos, desencadenó la adicción gótica. Pero, como bien recoge Sáez, ¿qué unidad ni qué leches? -él no lo dice así porque es un delicado filólogo-.

Leovigildo tuvo que aplastar al ejército de su hijo Hermenegildo, que se había rebelado contra él; la economía hacía agua, y la extensión demográfica era ridícula -en el norte todo estaba lleno de bárbaros-. Díganle a uno de Bilbao que fue godo en lugar de vascón. En su reacción tendrán la prueba.

No obstante, en defensa de este pueblo conviene apuntar que esa “unidad” era un intento inédito en medio del caos. Un esfuerzo que sedujo a los románticos, les nubló la vista y les empujó a coger el rábano por las hojas: “Los visigodos fundaron España”.

Ramiro de Maeztu, precursor del nacionalismo español, apuntó: “España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión cristiana”. ¡Pero si en el 711 una facción gótica pidió ayuda a los árabes porque no les gustaba el rey Rodrigo y enviaron el ¿país? al desguace! 

Vuelvo de nuevo a la pedagogía de Sáez que, con perspicacia, discurre a modo de justificación: “Fueron los bárbaros menos bárbaros de los bárbaros”. Una categoría que les otorgaron los romanos, cuando los tomaron como aliados para luchar contra otros “bárbaros más bárbaros”.

Luego, claro, la monarquía visigoda se convirtió al cristianismo, lo que excitó sobremanera a los prohombres del Siglo de Oro, hasta el punto de que les concedieron la etiqueta de ¡padres de la Reconquista!

Eso dio lugar a una macroproducción literaria en la que participaron algunos de nuestros mejores escritores. Teatro de por medio, el mito visigodo irrumpió en todas las ciudades. Si aderezamos eso con una “sobredosis identitaria” -Sáez dixit-, ya somos todos más godos que Leovigildo.

¡Menudo pollo montó Ortega con su España invertebrada! Describió a estos ancestros como “germanos alcoholizados de romanismo, con poca vitalidad histórica, un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y el tiempo cuando llegó a España, último rincón de Europa donde encontraron algún reposo”.

Como el autor debe aportar algo de su cosecha en cada columna, diré que sí hay un paralelismo innegable entre el reino visigodo y esta España de Caín: somos unos bárbaros.