Lo de los balcones, la banderita de la República, la palma seca y las caceroladas es populismo. Esto de los estudiantes confinados y borrachos en los picaderos es la realidad de España. En ningún televisor sacan la bandera de España en el ladrillo visto, ni la mari con un pijama de diez inviernos que hace cola para un pan descongelado y un marido sin fábrica que lo parió.

Lo de las ocho pudo tener cierta gracia de comunión en un país que más que balcones tiene visillos. Pero no se engañen, que todo fue un truco publicitario de eso que llaman la publicidad con alma: todo va teniendo la misma firma del autor intelectual de esos pactos de la Moncloa inconcretos que serán -de ahí la tragedia- más humo y más señuelo.

España ya se ha abierto a las delaciones de la vecina cajera y del vecino médico, que desde la Guerra Civil sabemos que todo portal esconde las bajas pasiones y la historia de una escalera. Más que sociología hay que hacer zoología, y los que no tenemos terraza y andamos en el búnker no distinguimos el día de la noche pero sí hemos desarrollado un instinto supremo para otear las infamias.

Sánchez se fuma el Senado, mueren los muñidores de la Transición, y hay mucho profesor de pilates marcando paquete virtual en el confinamiento calentorro de muchas familias. Al mes de secuestro pasa esto, que hay que buscar las culpas en el vecino y no en el Gobierno, que para eso es mucho y repartido en los telediarios... a pesar del mando único.

Se ha visto más humanismo en el Íbex que en la Cultura, que perdiendo los macutazos pierden la razón de ser y así se anuncian huelgas de nada en el Centro Dramático Nacional. Con la crisis ya asoman la cabeza los peores: los de la ceja, los del PNV, los nihilistas en las Redes y hasta Fallarás, ungida en todo este espanto que conllevamos.

Como sociedad ante el caos, el DJ que da la turra en su balcón, el ciervo que corre libre por la Gran Vía, la mascarilla de un solo uso e Iván Redondo aportan lo mismo: un cero tirando a infinito. Macarras del caos.