El homo festivus de nuestros días había arrinconado la muerte, reverso indisoluble de esa moneda lanzada al aire que es la vida, en el desván de los trastos inútiles. Ahora sale de su frívolo sopor, la descubre y se echa a temblar.  Lucrecio sostiene que el primer dios fue el miedo. Rendirle culto no sirve para nada.

En la mitología griega eran las tres Moiras quienes personificaban el destino. Cloto hilaba con su rueca la madeja de cada vida: Láquesis medía su longitud: Átropos la cortaba. Hoy lo hace el coronavirus con su tijera. Es verdad que muy pocos, políticos o no que sean, lo vieron venir. El Lobo Feroz lo contó en una columna (Lo que nos espera, El Mundo, 22 de febrero) que fue, acaso, el motivo de su expulsión del cazadero en el que hasta hace muy poco aullaba. La nueva peste había comenzado su andadura en las antípodas y eso nos pillaba demasiado lejos para tomarla en serio.

El novelista portugués Eça de Queirós escribió en el siglo XIX un relato ‒El mandarín‒ de atroz paralelismo con lo que ha pasado. En él, su protagonista, un oscuro escribiente, recibe la visita del Diablo y éste, como en él es costumbre desde los tiempos de Adán y Eva, lo tienta explicándole que en la lejana China vive un adinerado mandarín, del que nada sabe y del que nunca sabrá nada, y que si accede a matarlo con mando a distancia, por así decir, heredará su inmensa fortuna. El escribiente acepta el trato y... Les ahorro el resto de la trama. Búsquenla, si la curiosidad les pica.

Nos habíamos acostumbrado, como digo, a ignorar la muerte, a esconderla, a maquillarla... Vestíamos a los muertos con traje y corbata, como si fuesen a la oficina, y ocultábamos su cerúlea palidez con colorete. Hablar de ella era de mala educación. Los velorios se tornan imposibles en los tanatorios. A morir lo llaman en los telediarios perder la vida. Bonita cursilada. ¡Es la muerte, estúpidos!

Nadie se acordaba ya del memento mori de la tradición cristiana. Los santos del yermo tenían una calavera al lado de la cama. Ahora tenemos un ventolín, un satisfyer o un gatito de peluche. Yo, en cambio, tengo un ataúd en mi estudio de Castilfrío. No es un detalle ocioso, aunque quizá a algunos les parezca odioso. Y no lo es porque a la muerte, como el Fausto de Goethe, entre tantos otros textos visionarios, nos enseña, hay que llevarla siempre por compañera para entender y valorar la vida.

Procura vivir, decían los sabios (cuando los había), como si cada minuto fuese el último de tu existencia. Sírvanos esta crisis para aprender a hacerlo. Spinoza pensaba que la muerte no es asunto propio de la filosofía. Yo creo que se equivocaba. De niño aprendí una jaculatoria: "Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando, / mira que vas a morir, / mira que no sabes cuándo".

Aprendamos la lección de la pandemia para aprovechar, como en las artes marciales, el impulso de una aparente enemiga que en realidad es amigo. "Tan alta vida espero / que muero porque no muero", escribía la mujer más importante de nuestra historia. Dama del alba llamó Casona a la mensajera de la muerte en el mejor de sus dramas. Y el gran Aute, que no ha muerto del todo, porque su legado vive, recurría a la misma metáfora en la canción que lo consagró.

A Jodorowsky le impartió una sola lección su maestro zen: "¡Intelectual! ¡Aprende a morir!", le dijo. Yo llevo toda la vida haciéndolo. Tengo ochenta y tres años, tres bypasses en las coronarias y una válvula de vaca brava en la empuñadura de la aorta. Pero también tengo un hijo de siete años, una novia de veintisiete, un libro de seiscientas páginas a punto de salir y acabo de fundar un semanario. No lo cuento por presumir, sino para transmitir el mensaje de que la vida, hasta el último suspiro, sigue. No tengan miedo.