La vida maravillosa es el título de un maravilloso libro de Stephen Jay Gould. En él, el brillante paleontólogo de Harvard desarrolla, ampliamente, la idea de cómo determinados formatos o marcos conceptuales influyen inercialmente en la “observación” de nuevos fenómenos, de tal manera que, y aun a pesar de su novedad, se terminan muchas veces distorsionando al insertarlos, con la intención de asimilarlos mejor, en arquetipos ya conocidos. El coste, incluso, puede llegar a ser el de la ceguera total ante la novedad de dichos fenómenos.

En concreto Gould, con ese estilo ágil pero siempre agudo y riguroso, nos presenta este problema a partir del análisis de un caso singular, en el campo de la paleontología -su terreno-, y cómo ha ocurrido que, un mundo entero, la rica fauna del Cámbrico Medio, permaneció paradójicamente oculto, y no descubierto, por razón de esta distorsión en su inmediata descripción tras su hallazgo.

Así, cuando en 1909 fue hallado el yacimiento de Burgess Shale, en Canadá -un yacimiento raro porque se conservan en él fosilizadas partes blandas de los organismos, junto a las esqueléticas-, un primer análisis, llevado a cabo por su descubridor Charles Walcott, “reveló” que la fauna que allí habitaba respondía a unos cánones determinados, dentro de los phyla conocidos hasta ese momento (cordados, artrópodos, moluscos, etc.), y en los que dichos organismos fueron embutidos sistemáticamente (atendiendo a la clasificación binominal académica) por parte del propio Walcott.

El caso es que, cuenta Gould, tras un segundo análisis, en los años 70, se reveló, realmente, que lo que había hecho Walcott había sido aplicar, por así decir, el lecho de Procusto sobre los organismos fósiles de Burgess Shale, de tal marera que, cuando los prejuicios conceptuales (en este caso filéticos) se derribaron y se abrieron nuevos phyla en los que introducir a esos organismos (dado que no se ajustaban bien a los rangos conocidos), un nuevo mundo apareció, ahora sí, a los ojos de los investigadores, con esa disparidad de formas arquetípicas que ofrece la rica fauna de Burgess Shale, y que los prejuicios (filogenéticos) de Walcott habían bloqueado y confundido.



Mutatis mutandis, en el terreno de la política, y de las grandes ideologías que se configuran en torno a ella a partir del siglo XX, existe, creemos, esa misma inercia que resiste a poder, siquiera, observar nuevos fenómenos, de tal modo que se tiende, igualmente, a insertar en muy pocos arquetipos ideológicos, los ya conocidos por la historia, a las distintas facciones políticas que actúan en la actualidad.

El fenómeno reciente de la aparición de nuevos partidos en España, nuevos partidos con importante presencia parlamentaria (lo que significa amplio respaldo electoral), frente a las décadas de dominio “bipartidista”, se ha afrontado siguiendo una estrategia inercial -digamos walcottiana-, de tal modo que, sin un análisis muy pormenorizado de los nuevos fenómenos, y en el contexto de la propia melé de las disputas ideológicas de (des)calificación mutua, enseguida son embutidos, sin más, en dos grandes grupos “filéticos”: fachas/rojos (si acaso, se da un paso algo más “sofisticado” en el análisis, y se habla de fascismo y comunismo). De esta manera, se supone, todo el mundo sabe de qué estamos hablando, porque esta dualidad es la que, no hace ni cien años, llevó a España a un enfrentamiento civil, y pareciera como si fueran conceptos prístinos (casi incluso eternos).

Sobre todo, la imagen mutua que Vox y Podemos se arrojan, uno al otro, se resisten totalmente a ser entendida en unos términos distintos que no sean los de la lucha atávica entre rojos y fachas -comunistas y fascistas- que separa, al parecer sub specie aeternitatis, a “las dos Españas”.

De nada vale un análisis pormenorizado (recomiendo, en este sentido, vivamente de nuevo el libro de Adriano Erriguel, Pensar lo que más les duele, editorial Homo Legens) que desatasque este maniqueísmo infantil, y demagógico, en el que ambos partidos se ven envueltos, y que muestre que ni Vox es fascista (su antiestatismo güelfo, vamos a decirlo así, los saca de ese phylum), ni Podemos comunista (teniendo más que ver con el populismo laclauiano posmoderno, que desnaturaliza, licúa completamente, el núcleo duro del análisis marxista).

Sin embargo, el frente doctrinal, el discurso de ambos partidos, está basado en una pugna entre los dos, creyendo que así se hacen entender mejor por “el pueblo” -y puede ser-, y en la que unos se ven como los adalides del antifascismo -Podemos frente a Vox- y los otros se ven como los exorcistas del comunismo -Vox frente a Podemos-.

Esta papilla populista, de juego de trampantojos (con sus “alertas” correspondientes, la antifascista y la anticomunista), es con la que quieren afrontar los problemas políticos a los que se enfrenta España -agravados ahora virulentamente-, y es con la que están alimentando irresponsablemente a sus respectivas parroquias, no percatándose (ciegos en un sectarismo creciente) de que no hacen sino alimentar, a su vez, más y más a la bestia cainita, generando una profunda división en la sociedad española.

“¡Fascista!” “¡Comunista!”, esto es lo único que, ambos partidos, tienen que ofrecer a esa sociedad. Y, ojo, el resto de partidos políticos se aprovechan y aceptan walcottianamente, si se me permite, esta polarización filética, alineándose -con más o menos intensidad- a una o a otra bandería, según convenga.

La vida política española, en fin, más que maravillosa, es un auténtico yermo sectario que pocos frutos puede ofrecer a la sociedad española, vapuleada, ahora, además, por la Covid-19.