Le he intentado explicar a mi hija de 15 años, creo que sin suerte, que a veces la vida es una mierda, y que no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Y que los adultos tampoco podemos entender por qué es así, porque no existe una explicación.

Y que el padre de su amiga Alicia puso toda la lucha; y que los médicos auxiliaron con todo su empeño, y que ni así. El coronavirus derrotó a todos. Le expuse que los mayores no somos, ni siquiera en los hospitales, por supuesto tampoco en las UCI, infalibles. Nunca lo fuimos, y ahora lo somos aún menos.

Le pedí también que se mantuviera cerca de Alicia, a través de las pantallas, para que ella viviera el enorme desamparo que ya ha transformado su vida en algo manejable. No ahora, pero sí en un tiempo. Una tragedia, la de esta niña, dentro de otra, la del mundo entero. Una vida que se desencaja por este drama de dimensiones portentosas al mismo tiempo que lo hace el planeta, con el suyo propio.

Le reclamé, adicionalmente, que intentara ayudar a Alicia a aprender a vivir esta nueva vida que se le ha echado encima sin aviso ni tregua. Sin siquiera una despedida; sin motivo alguno. Cuánta tragedia, le dije, zarandea al mundo estos días.

Mirando atrás produce escalofríos recordar las imágenes de la manifestación, o las del mitin, o las del Camp Nou ese último fin de semana que vivimos como solíamos hacerlo; o las del partido de Liverpool o, por supuesto, las del Valencia-Atalanta, ese encuentro que al parecer fue más bien una bomba biológica.

También estremece acordarse ahora de las advertencias iniciales, las de los primeros días, cuando muchos aún bromeaban sobre lo de quedarse en casa, creyendo que esto que realmente está ocurriendo en realidad no pasaría; o que lo haría en otro sitio; o que se trataba tan solo de una hipérbole imposible o desquiciada.

Ahora, en África tampoco ven este tsunami, a pesar de que ya ha advertido Vera Songwe, la secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para África de la ONU, que el continente está “a solo dos o tres semanas” de una tormenta tan brutal como la de Italia o la de España.

Igual que nosotros entonces, no lo ven. Aquí nadie lo vio porque nadie hizo nada a tiempo. El continente que tenemos al sur lo puede devastar “la próxima calamidad”, como la denomina The Economist.

Quizá por esa falta de anticipación el Imperial College de Londres estima que puede haber siete millones de contagiados solo en España. Por lo mismo, las estimaciones peores que cita The New York Times advierten de que en Estados Unidos podrían morir más de un millón y medio de ciudadanos.

Hace no mucho celebrábamos la llegada de un año que contaba con una numerología especialmente atractiva, el 2020. El año que casi organizamos unos Juegos Olímpicos en Madrid se ha convertido para la ciudad en una catástrofe de dimensiones siderales, donde el enemigo invisible ha hecho tanto daño que es difícil saber hasta qué punto se ha resquebrajado la capital.

El país entero sufre como no lo ha hecho desde hace muchas décadas; ahora los héroes no son futbolistas, chefs o cantantes de rock, sino enfermeras, médicos y celadores. El 15 por ciento de los contagiados son sanitarios, gente que intenta curar, o ayudar, a otra gente. Y eso en un país que gasta en Sanidad menos que la media europea; eso en un lugar donde demasiados profesionales de la salud salen al campo de batalla, donde se trata a los heridos, sin las medidas de protección suficientes.

Atrapados por su vocación y su generosidad, arriesgando su vida cada día, queda por saber si, cuando los aplausos cesen y todo esto acabe, el personal sanitario volverá a ser invisible.

Le he pedido a mi hija, no sé si con suerte, que además de alentar a Alicia conserve su confianza en el futuro, porque es lo único que nos queda cuando el presente, como este que ahora nos aflige y confunde, es una mierda.