Las calles se habían convertido en callejones. No sé si fue casualidad o pandemia, pero aquellas dos rectas de adoquín, siempre iluminadas por los faroles más antiguos de la ciudad, habían sido engullidas por esa ardiente oscuridad de la que habló Buero Vallejo: un mar negro en el que pueden verse tantas cosas…

Zambullirse en la acera para ir a tirar la basura es una disciplina inédita en la olimpiada de la rutina. Como el béisbol y el monopatín, debutantes en esos Juegos de Tokio que han tenido que aplazarse. Por fortuna, mis contenedores de cabecera están a doscientos o trescientos metros. Un paseo de cierta calidad en los días de encierro

No sé qué ocurre en sus casas pero en la nuestra, desde que se decretó el estado de alarma, se recicla religiosamente. Se trata de una especie de misa dominical. Ya frente a los contenedores, la diseminación de plásticos, cartones y vidrios se consagra como la única experiencia creativa en contacto con el exterior. Porque estos días todo son “viajes” como los de Xavier de Maistre, “alrededor de la habitación”.

Uno de los reflejos más cruentos de esta crisis quizá sean las colas que se forman para depositar la basura. Y digo “depositar” porque la conciencia ha aplacado el automatismo. La fila en los supermercados nos ha sorprendido sólo en parte. Conocíamos, a través de las novelas y la Historia, esas esperas forzadas por la “carestía”: el llamado “racionamiento”. Pero nadie nos había avisado de que, un día, habría turnos para deshacernos de nuestros restos. Es el paradigma de la infección. 

Esa noche, en la acera oscura, novedosamente abandonada por el alumbrado público, una señora y yo aguardábamos nuestra vez con profundo respeto a la distancia de seguridad. Todos con guantes y mascarillas. Un hombre se deleitaba en la separación de su basura. Ninguno de los dos osamos romper su ritual con una llamada de teléfono o unas pisadas alrededor. ¡Ay, los pasos y las voces qué ruido tan incómodo en las calles del confinamiento! Es como si delataran una alegría que está prohibida hasta nuevo aviso.

Y aquel hombre se acercaba a un contenedor. Luego a otro. Alzaba las manos, empujaba con cuidado de no tocar, vaciaba la bolsa en el del papel, luego la echaba vacía al del plástico. Nosotros mirábamos, como quien mira a un expedicionario que se brega con el descubrimiento.

Sacar la basura, en las noches del coronavirus, arranca lo mejor de nosotros: el respeto, el silencio, los modales… ¡y hasta un buenas noches al desconocido! Salimos de casa, aparcamos nuestros desechos y regresamos como recién bañados de cuerpo entero en el Jordán.