Me pasa que puedo aplaudir en la terraza dos días a la semana y que salgo solo, porque me suele pillar con las niñas estudiando. Dicen los profes que hay que seguir con las rutinas, pero a nosotros se nos ha retrasado el horario, y siguen en sus libros a las ocho. Qué le vamos a hacer, el encierro está sirviendo de maratón de superhéroes y las pelis son largas, así que se acuestan tarde y ya empiezan con demora desde la mañana.

Con demora, como antes el Metro.

¿No lo añoran? Despotricar en el andén, la prisa, el porco governo, mira que llego tarde... y cuando chirrían los frenos un par de minutos después de lo que anunciaba el panel, ponerle mala cara al maquinista.

Me pasa que los jueves salgo a la terraza a batir palmas y empiezo con carrerilla acumulada, como la del Coyote acelerando quieto y levantando polvo, los primeros instantes, antes de salir despedido a por el Correcaminos. Perdido en esas memeces mentales, los aplausos se mecanizan y entonces caigo en que, por primera vez en la semana, tengo caras a mi alrededor. Y lloro un poco.

Caras reales y no electrónicas. Ni las bellas estampas de Jorge Paris en Instagram con madrileños buscando el sol en sus balcones de clausura, ni los miles de gestos de Pedro Sánchez dando la murga a toda hora.

Soy un tipo bastante antisocial con los desconocidos, una mezcla de timidez y algunos complejos que quizás algún día les cuente. De chaval, me llegué a cruzar en el patio con compañeros de curso a los que juraría no haber visto nunca.

Por eso, cada jueves es como si viera a mis vecinos por primera vez. Son desconocidos y, aun así, me emociono. Y es que mientras celebro a los héroes que nos mantienen vivos y trato de obviar el odio político de estos días -¡han logrado meter la lucha de clases hasta en esto!-, voy cayendo en la cuenta de que nos veíamos poco en la vida de antes... pero echo de menos la sonrisa constante de María. Y subir a León a ver a Dani. O quedar con Rocío a pasear por El Retiro.

Seguimos sanos casi todos, pero me falta la gente.

Han cambiado la hora y ya no será noticia, pero este jueves salí a aplaudir a la terraza y me di cuenta de que, por primera vez desde el encierro, el hermoso cielo de Madrid aún estaba iluminado, levemente. Como si el sol hubiera aguantado lo posible, él también, para mirarnos y que pudiéramos vernos.

Y me quedé ahí, no sé cuánto rato, ya en el ocaso, extrañándoles. Recordando a María meneando su pelazo, a Dani subiéndose las gafas, a Rocío en la redacción de Pradillo, sin levantarse ni para ir al baño. La primera vez que os vi la cara, queridos... hasta la próxima primera. Ya estoy levantando polvo como el Coyote.