Como circulan estos días muchas historias terribles, quiero contaros otra. Es una historia real, con nombres y apellidos, para que nadie sienta la tentación de pensar que se trata de uno de esos bulos de origen incierto.

La pasada semana fue ingresado por coronavirus el padre de mi amigo Manu Cristóbal (quizá os suene su nombre, ganó este año un Goya con Buñuel en el laberinto de las tortugas). Lo derivaron al hospital Carlos III, y desde el primer momento el pronóstico fue malo. Con 87 años, esto es más duro.

Pese a todo, el personal del hospital siguió luchando por salvar su vida y no se escatimaron esfuerzos ni recursos para conseguir lo imposible. A Manolo no sólo le cuidaron médicamente, sino que se preocuparon de su ánimo: el personal sanitario le leía a diario las cartas que le enviaban sus hijos y sus nietos.

El martes era el cumpleaños del padre de mi amigo: 88 le caían. Iba a pasar el día solo, en la cama de un hospital. Y entonces su médico, el doctor Mostaza, un hombre que lleva días peleando por hacer milagros, supongo que desesperándose y viendo a su alrededor muchas desgracias, le propuso al padre de mi amigo llamar a sus hijos con su propio teléfono. Y así lo hicieron. Y por eso pudieron felicitar a su padre en su último cumpleaños. Porque al día siguiente el padre de Manu se murió. Él mismo me decía que, a pesar del dolor, estaba tan agradecido por el trato humano que había recibido su padre que se sentía confortado, consolado. Casi en paz.

Me gustaría que esta historia llegase a todos los rincones. Porque nos trae la esperanza de saber que este caos está en manos de muchas buenas personas. Y que en el Hospital Carlos III de Madrid, que ahora mismo es uno de los muchos campos de batalla en los que se lucha a vida o muerte, hay un médico de apellido Mostaza que se propuso que un hombre desahuciado no pasase solo el último cumpleaños de su vida.

No fue el único.

Manu me habla de la humanidad de la doctora Hernández. De la diligencia de un enfermero, Gerardo, que se las arregló para que Manolo pudiese hablar por teléfono con su mujer durante el confinamiento. Del propio hospital, que todos los días llamaba a la familia para informar de la evolución del enfermo. Del doctor Rodríguez, que con la mayor humanidad les comunicó el fallecimiento de Manolo y contó a los suyos que habían puesto en el sudario todas las cartas de familiares que había ido recibiendo durante su ingreso.

Gerardo, doctora Hernández, doctores Rodríguez y Mostaza: no sé quiénes son ustedes, pero reciban mi abrazo y mi respeto. Y mi gratitud infinita por, en medio de este horror, recordarnos a todos que existe la bondad pura, la compasión y el deseo de ganar la partida no sólo a la muerte: también a la soledad y a la tristeza.