No hay nadie en el pasillo de la fruta. Frente a las cajas de fresas, plátanos y sandías solía congregarse una pequeña ciudad en tránsito. Han pasado diez días desde que el Gobierno decretó el estado de alarma. Nada queda de esa feligresía que cargaba sus cestas armada con guantes de plástico. Sólo cartones vacíos y un silencio a veces quebrado por los ronquidos de las máquinas de congelados.

Desde que la desesperación se hizo costumbre, como en La peste de Camus, se agolpan en el cine de nuestra memoria un montón de anécdotas que se han convertido en categoría a velocidad estratosférica. Nunca antes habíamos sentido esa extraña sensación... La de vivir conscientemente la Historia con hache mayúscula.

Por los supermercados ronda la gran munición cotidiana que hará explotar este presente en el futuro con algo de veracidad. Aparte de estas cuatro paredes, sólo quedan dos signos de normalidad: el transporte público y la tele. Si uno de estos tres pilares se tambalea, la angustia desbordará el vaso de la resiliencia.

En estos pasillos, no existe el prójimo. La gente evita a la gente. Ahí va una señora que prefiere recorrer las estanterías de los productos de limpieza -y tardar un poco más en llegar a la cola- antes que cruzarse con ese hombre "desnudo".

Porque la desnudez en los días del coronavirus es carecer de mascarilla. Lo demuestra la mirada de la cajera, que observa a este señor como si no hubiera tapado sus colgaduras antes de salir de casa.

La cola se prolonga casi de un extremo al otro del supermercado. Un metro y medio -distancia convenientemente indicada en el suelo- separa a cada cliente. Y al llegar a la dependienta... una mampara de plástico.

Bastan cuatro minutos de espera para sufrir una avalancha de noticias a través del teléfono. Los cadáveres ya no caben en los hospitales. Los ancianos se mueren en sus casas y no hay quien los traslade. Han colapsado los crematorios... y Madrid, siempre imaginativa e irreductible en el caos, ha convertido su pista de hielo más grande en la nueva morgue de la ciudad.

Sofía, enfermera, cuenta que la supervisora, ante la falta de medios, confiesa a sus subordinadas: "Siento que os estoy mandando a las trincheras". Y un señor de 89 años, compungido en su confinamiento, lamenta: "En la guerra salíamos a la calle. Llegaban los camiones chorreando sangre, pero estábamos ahí para verlos".

Los supermercados, como éste de la calle Atocha, símbolos del progreso que nos venía adormeciendo, se han tornado el único lugar que brinda aventuras. La chica que duda entre dos cremas hidratantes, el señor con barba y turbante que otea las mejores patatas fritas, el periodista que busca materia de escritura, el borracho que pregunta por el whisky más barato... Todos ellos afrontan imbuidos de desconfianza este coqueteo con lo desconocido.

Quién nos lo hubiera dicho. Alcampo, Mercadona, Carrefour y Dia, tan henchidos antes de cotidianidad, se han convertido en nuestro viaje más transparente hacia lo inédito. "Le aconsejo que coja dos paquetes de toallitas para la lavadora. No sé cuándo volveremos a recibir (...) En realidad, coja dos de casi todo", avisa con un susurro el trabajador que ordena los productos de limpieza.

De pronto, nada cuadra en este paisaje. No hay sábanas para tapar los cadáveres, pero tenemos móviles 5G. En un segundo, podemos conectar con cualquier país de África, pero los ancianos mueren en las residencias por efecto dominó. Compramos piña en rodajas y tomate rallado, pero no quedan barras de pan. Nunca había habido tanto entretenimiento disponible como ahora, pero el confinamiento se hace irrespirable.

No sabíamos lo que era no tener. Desconocíamos ese dolor del que hablaba Idea Vilariño: "Me faltan tantas cosas que me duelen las manos". Y, de repente, se ha presentado aquí, en este supermercado, cuando la vida se había acostumbrado a estar insultantemente muerta.

Nada hay más revelador para una sociedad que aprender, de golpe, a qué sabe no poder enterrar a sus muertos.