El coronavirus, como cualquier golpe de Estado, ha traído un diccionario bajo el brazo. Estos términos, igual que su malévolo caudillo, se contagian a través de la saliva. Se incrustan despiadadamente en miles de paladares. Todo conocedor de la lengua castellana engrosa el colectivo de riesgo.

Ya existían, pero el desuso los había encerrado en los sótanos de la Real Academia. Aguardaban con los dientes largos una circunstancia de este calibre. Jamás pensaron que su resurrección provendría de un lugar cuyo alfabeto les resulta tan ajeno.

Se pasean en libertad, disfrutan de las calles en soledad. Aire fresco, telediarios, periódicos, radios... Incluso camas. El español los masajea en el colchón de su boca antes y después de hacer el amor.

Hace una semana, sus escarceos se reducían a un libro de Historia, una película en blanco y negro o la loca partitura de un escritor de ciencia ficción. Desde la tiniebla, soñaban con que Madrid fuera un día la Guerra de las Galaxias. Ésa era su revolución más probable. Pero, de pronto, la conquista se les presentó en forma de microbio: invisible, pero tremendamente eficaz.

Comanda el ejército de sublevados el "coronavirus". Es el más peligroso, ni siquiera figura en el diccionario oficial. Se ha hecho con el mando en un abrir y cerrar de ojos... nunca mejor dicho.

Se trata de un bicho muy cabrón que produce fiebre, tos y dolor de articulaciones. En los casos más graves, dispara neumonía. Pequeño y totalitario, el uso constante de su nombre quizá le granjee una entrada en la RAE por todo lo alto. Las palabras a él subordinadas no amagan con disputarle el liderazgo. En España, los dictadores bajitos y sin aparente carisma suelen durar cuarenta años. Por si no fuera suficiente, y para asegurar el pescuezo, el coronavirus ha nombrado mano derecha al "mando único".

El "estado de alarma" era hasta ahora una pregunta para estudiantes de Derecho, una breve acepción en los libros de Historia. Sus padres -la Constitución y una ley orgánica- tienen muy poco predicamento en este país. Por eso apenas aparecía. Injustamente, se le asociaba con militares y pistolones. Recién salido de la peluquería, triunfa revestido de contemporaneidad. Mantiene un affaire con el "salvoconducto", al que ha rescatado de una obra de teatro fechada en 1936.

Les sigue el arte de "confinar": "Desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria". España es un país que va de liberal cuando no lo ha sido nunca. De ahí que este verbo estuviera circunscrito a las novelas de guerra y caballerías. Hoy, quien no se confina no está en la onda. Es más: el que no se confina paga una multa.

Miren, por ahí camina la "disnea": "Dificultad para respirar". Una palabra bonita, biensonante, pero malvada como ella sola. Si le agarra, busque un médico. Carece de piedad, pero le gustan los buceadores. Eso le concedía algunos veranos de asueto.

Entre los habitantes de este diccionario, lo pasa mal la "febrícula": "Hipertemia prolongada, moderada, por lo común no superior a 38ºC, casi siempre vespertina, de origen infeccioso o nervioso". Sus compañeros no la tragan. Se parece mucho a una palabra habitual, y por ello denostada: la fiebre. Además, la "febrícula" es un quiero y no puedo, un dejar las cosas a medias.

La "pandemia", por ejemplo, odia a la "febrícula". La pisotea con su vigorosa envergadura y exige al "mando único" que la expulse del grupo: "Esta arpía nos va a traer la ruina. Dicho queda".

El ejército ha admitido un acrónimo, el "ERTE": "Expediente de regulación temporal de empleo". Es feo, desagradable. El típico soldado al que, cuando termine la guerra, nadie recordará. Pero sin él, sin su esfuerzo, no existiría ese terror que permite el contagio.

El coronavirus está sentado en su despacho. Reposa en la oscuridad, desparramado en un sillón orejero. Saborea el impacto de su diccionario. El golpe perfecto. Le gusta que le llamen fascista. Ríe a carcajadas mientras, con la mano derecha, rasca el cogote... de su amado "pangolín".