Todos, incluidos aquellos que procuramos estar prevenidos contra las ideologías, participamos en mayor o menor medida de alguna. Eso tiene su parte buena: es una expresión de nuestras convicciones, y las convicciones nacen de la fibra moral del ser humano, uno de sus principales recursos para la supervivencia individual y comunitaria. Tiene, también, su parte mala: de las ideologías brotan a menudo prejuicios, esos prejuicios tienen el potencial de conducirnos —a todos— a cometer errores y esos errores, dependiendo de las circunstancias, pueden ser graves e incluso comprometer seriamente el bienestar propio o ajeno.

Los últimos días nos han mostrado a todos hasta qué punto nuestros sesgos ideológicos nos empujan a meter la pata, en ocasiones de manera severa. Hay lecciones para todos. Para los que viven de prevenir frente a los foráneos y se van fuera a traer ellos el virus, para quienes consideraron que una movilización emblemática de sus reivindicaciones importaba más que la salud pública, para quienes llevan años propugnando que se elimine la solidaridad entre todos y ahora comprueban que sólo unirnos puede salvarnos, para los que nos han machacado desdeñando el valor de lo público y en una coyuntura extraordinaria se dan de bruces con la cruda realidad de que si lo público anda corto o no funciona nos quedamos sin contención ni soporte. Incluso hay para los que alegremente sostienen una de esas pistonudas enmiendas a la totalidad con las que en tiempo de bonanza o de indemnidad sale gratis coquetear viviendo en democracia.

Ahora, de golpe y en sólo unos pocos días nos han puesto a todos en nuestro sitio: a todos, sin excepción. Que nadie vaya de listo, porque las dimensiones del mal que nos acecha son fruto de los patinazos de todos y cada uno de nosotros, y cada uno ha puesto de su parte. Pero sobre todo, porque sólo desde el firme compromiso de todos para superar la situación, renunciando a hacer de lo que tenemos encima ganancia particular y quebranto del oponente, podemos tener alguna esperanza de salir adelante con un coste que no sea desproporcionado y demoledor para nuestra convivencia y para nuestro proyecto de futuro.

A la hora de escribir estas líneas ya hemos cosechado un revés de enormes proporciones. Por la magnitud del problema social, económico y humano que plantea la epidemia en curso, desde luego; pero basta mirar la cifra de fallecidos, y comparar con las de otros dramas que nos han afligido y removido como sociedad, para comprobarlo. Sobre todo cuando cabe pensar que si no hubiéramos cometido, desde todos los frentes ideológicos, desatinos de envergadura, esa cifra y ese problema podrían ser sensiblemente menores.

Lo que ahora toca es ver y demostrar si somos esa gran comunidad humana que nos gusta declarar que somos, dando el cuidado debido a los que son más vulnerables, conteniendo y rectificando la insolidaridad y la frivolidad de los que lo son menos y aparcando mientras dure esto las diferencias y las tentaciones de ser más estupendo que el de enfrente, para conservar algo por lo que algún día poder volver a pelearnos.