El papel higiénico como metáfora del desabastecimiento, del miedo, del pez irracional que se muerde la cola –¿por qué no agua, o leche, o latas de conserva?– de la desinformación o de la información sesgada, del no saber qué hacer o haced todos lo que os dé la gana y ahora el temor, contenido o no, y las medidas ¿exageradas? ¿necesarias? No lo sabemos.

Lo confieso: hasta hace unos días he sido negacionista. De esas que desde que se inició la crisis del coronavirus han insistido en que no era peor que una gripe común y que la verdadera epidemia era la del pánico. De las que se ha reído de la gente con mascarilla, de las que les ha parecido una oportunidad que el precio de los vuelos a Italia bajase y que no ha visto mayor inconveniente que la posibilidad de la cuarentena si viajaba a quién sabe dónde.

Diré en mi descargo que vivía alineada obedientemente con el Gobierno, escuchando los partes de Fernando Simón con confianza casi ciega y sin dar pábulo alguno –cómo no– a todos los chismes apocalípticos que nadaban en las redes.

Hasta el lunes, en que ver la imagen de ministras socialistas en la manifestación del 8-M sujetando su pancarta con guantes de látex y pasarse a situación de excepcionalidad a la manera italiana fue todo uno. Sobre lo primero, dicen las aludidas que es práctica común. No lo he visto jamás. Las manos pintadas, sí, pero ¿guantes? ¿de látex? Y la lógica pregunta ¿sabían algo que el resto desconocíamos?

Coincidencia o no, el lunes se pasó del “hay que ser realistas y ver que esta enfermedad se transmite poco entre personas” del Fernando Simón de enero, el de “los nuevos casos de coronavirus no son motivo para cambiar de escenario” del mismo, en febrero, a la “apocalipsis zombi” del 9 de marzo.

Entre tanto, la sensación de ineficacia e incapacidad de un Gobierno en el que, conforme se conocen más datos, más empezamos a desconfiar.

Entiendo que se huyese del alarmismo, que de cara a la opinión pública fuese importante mantener la calma, que hubiese que valorar el impacto económico de cada medida incluso de cada información y que no hubiese lugar para la precipitación. Pero me pregunto si no hubiese sido posible preparar con antelación cada uno de los escenarios, tomar las medidas que paliasen sus efectos, adelantarse a los acontecimientos. No improvisar.

Se cierran los colegios ¿quién se hace cargo de los niños? ¿los abuelos, principal grupo de riesgo? Se plantea el teletrabajo como una alternativa ¿nos hemos olvidado de que somos un país de economía de servicios y que los Silicon Valley no abundan precisamente en España?

Pongamos que tenemos el mejor servicio sanitario del mundo, pero ¿tiene los medios humanos y materiales suficientes para afrontar una crisis así? ¿Los asistenciales? ¿Y los funcionarios públicos? ¿Estamos en disposición de dejar el país en suspenso? ¿Se ha previsto algo? ¿Hay alguien ahí?

Y la improvisación, y la falta de un criterio común, de unas directrices claras. Mientras se nos aconseja una distancia de seguridad de un metro y que nos dejemos de besos y abrazos, la desconvocatoria de reuniones queda al albur de la prudencia o el miedo de quien las convoca. Pero las manifestaciones del 8-M sin restricción alguna, eventos deportivos a puerta abierta, a puerta cerrada, con concentraciones de seguidores italianos en el exterior de los estadios, multitudes apiñadas en Valencia en los actos previos a las Fallas y la afición del Atlético de Madrid (de la comunidad autónoma en la que más afectados hay ahora mismo) viajando alegres a expandir su virus (caso de tenerlo) a Liverpool sin que nadie se lo impida.

Por no hablar de una España de taifas en la que cada una toma sus medidas, sobre la marcha, y según considera, pero en un territorio común en el que, obviamente no existen restricciones en los desplazamientos.

Al Gobierno esto se les ha ido claramente de las manos, pero eso sí, nosotros las tendremos impecablemente limpias.