Yo no soy muy de preocuparme por nada. Tengo el extraño convencimiento de que soy inmortal y carezco absolutamente de sentido del peligro. No me da miedo volver a casa sola, cruzo en rojo los semáforos, me subo a cosas sin conocimiento, lo pruebo todo, con la misma confianza ando por Pitis que por el barrio de Salamanca, hablo con desconocidos. Es casi un milagro que haya llegado viva hasta aquí.

Pero ha sido salir Pedro Sánchez y decir “quiero lanzar un mensaje de serenidad” y sentirme igual que si me hubiera venido un novio y me hubiese dicho “tenemos que hablar”. Se me ha acelerado el pulso, el vello se me ha erizado, he sentido un escalofrío recorrer mi espalda, me he puesto tensa.

Abro los periódicos y es todo muy tranquilizador: La Comunidad de Madrid cierra todos los centros educativos a partir del miércoles, se confirma la existencia de focos descontrolados, Italia aísla a 16 millones de personas en el norte del país, se fugan 300 presos de sus cárceles, un crucero en el Nilo presenta un supercontagio, se derrumba en China un hotel que se utilizaba para mantener a infectados en cuarentena. Me meto en la ducha y me abrazo las rodillas bajo el agua caliente, como ocurre en los telefims del domingo por la tarde.

Llamo a un amigo y le pregunto qué opina. Me dice que en diez días estaremos como Italia ahora, que habrá miles de contagios. Le cuelgo el teléfono sin despedirme.

Me escribe Julio desde Brooklyn y me dice que se teme lo peor. Tiene que venir en abril a un evento que hemos organizado juntos en Madrid y teme que no dejen entrar  a españoles en USA a su vuelta. No puede permitirse quedarse aquí colgado. Le digo que vamos a morir todos y creo que no consigo tranquilizarle.

Me llama una amiga. Su padre no puede venir desde Israel porque a la vuelta le pondrían en cuarentena.

Me cuenta otra amiga científica que tiene que viajar con su marido por trabajo a Alemania y que se están planteando que uno no vaya, por si no puede entrar de vuelta que al menos el otro esté con los niños. Como si ambos conocieran la fórmula de la Coca-Cola.

Otra amiga más, desde Irlanda, me habla de casos de contagio muy cerca de ella.

Todavía no soy capaz de calibrar el peligro real. Las señales e informaciones me parecen contradictorias, como si en vez de una pandemia fuera un amante indeciso. Y justo ahora se conmemora el 200 aniversario de la última peste en Europa, un brote de peste bubónica que afectó al levante de Mallorca en 1820.

¿Alguien podría darme un abrazo?