Este lema figuraba, no sé si expresado deliberadamente con un punto de ironía, en un muro cercano a la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Enseguida me vino a la cabeza la mordacidad de Voltaire cuando dijo, tras leer el Emilio de Rousseau, aquello de que "daban ganas de andar a cuatro patas".

Y es que, sin duda, el diagnóstico de María Teresa G. Cortés acerca del filósofo ginebrino como precedente del posmodernismo (El espejismo de Rousseau) resulta acertadísimo, si nos tomamos en serio el lema mural fijado en la pared de la Complutense.

El posmodernismo de Foucault o de Deleuze, por exasperación de ciertas líneas ya trazadas por la Escuela de Frankfurt (sobre todo en el marcusiano Eros y la civilización), han fijado como sujeto revolucionario al "cuerpo deseante", al individuo pulsional, oréctico, que se ve "arrojado" en el ámbito (“esquizofrénico”) del capitalismo industrial contemporáneo (identificado plenamente con la civilización occidental). Eros constreñido, oprimido, por la "razón instrumental".

La desnudez, en este sentido, suele ser utilizada como instrumento rupturista, contestario, "emancipatorio", frente a la norma occidental civilizada, representando la desnudez, es decir, el despojamiento de todo “ropaje”, algo así, como la autenticidad, la pureza inocente de la vida natural (buen salvaje) frente a su degradación civilizada (al fin y al cabo, la industria contemporánea comenzó por la revolución textil).

Ese regreso a la desnudez desinhibida, como disolvente crítico de cualquier revestimiento civilizado, resulta, en efecto, muy rousseauniano, con un precedente evidente en el cinismo (la autenticidad de la physis frente al nomos, por decirlo a la griega).

El caso es que esta "condición" posmoderna exhibicionista (performativa, según la definió Lyotard) busca la impugnación, por artificiosa y convencional, de toda norma, ceremonia o institución civilizada, aunque tenga o haya tenido un recorrido secular, siendo así que, si se canoniza (digamos como “valor universal”), lo es invariablemente por razones de dominio ideológico (nunca por un sentido práctico o técnico o científico funcional). Toda institución es arbitraria, convertida en un "constructo", y justificada por un "relato", igualmente arbitrario.

Desde este punto de vista la revolución posmoderna consistiría en la muestra ("visibilización") de todas aquellas formas marginadas o despreciadas por el canon (práctico, científico, técnico, artístico, ritual) occidental. Y de eso se trata, de mostrar, de "hacer visible" (de manera “inclusiva”) toda forma y toda norma "alternativa" a la occidental (sea esto lo que fuera, que tampoco es claro), fijando su valor en el hecho, sin más, de ser "alternativa" (al margen del valor en sí mismo).

Es ahí en donde cualquier "identidad" alternativa es valiosa por el hecho de ser "otra", siendo definitivo para constituirse, para ser traída a colación y dignificarla, el ser "sentida". "Deseo, luego soy", es el lema posmoderno, aunque ese "ser" sea, incluso, absurdo o contradictorio.

Así, por ejemplo, si deseo “ser vasco y no español”, pues habrá que acomodar nuevos “espacios” para que tal deseo, convertido en “derecho”, se cumpla. Si mi deseo es el de ser mujer, siendo varón, hay que dar salida a tal deseo.

Es un “nuevo mundo”, “un nuevo orden” de resignificación (de ahí la necesidad de esa neolengua inclusiva), que convierte a cada “cuerpo deseante” en el creador de sentido, espontáneamente, creando hoy una religión, mañana una nación, pasado mañana una ciencia elaboradas a medida. Un adanismo este que, naturalmente, se termina topando y dando de bruces con la realidad (lingüística, política, histórica) cuya racionalidad, claro, no es tan arbitraria.

Pues bien, esta retórica posmoderna, fatua, demagógica, superficial, es una creación universitaria, digamos “trivial” por sus fundamentos, pero que, con el 15-M, salió a las calles de España, a continuación, penetró en los parlamentos y otras instituciones legislativas, y, ahora, tras las últimas elecciones, a las instituciones de gobierno.

El resultado -nada que ver con la revolución comunista (como algunos por inercia pretenden)- es un arribismo sin más, un “quítatetúparaponermeyo” generacional en el contexto de una democracia burguesa parlamentaria, que no tiene más recorrido que el de la propaganda de uno mismo, del postureo narcisista para progresar en el cursus honorum, pongamos, desde Vallecas a Galapagar. Aunque, eso sí, con una erosión y desgaste para las instituciones muy importante, que, en el caso de España, además, converge con la amenaza beligerante, real, del separatismo.

En esta carrera por “conquistar el cielo”, que no es sino, como vemos, conseguir el carguito y la paga de por vida, alguien terminará denunciando, desde un ministerio, y más allá de la desnudez, el carácter “opresor” del bipedismo. Nos quedan dos telediarios para dar salida legal al “derecho” a andar a cuatro patas.