Este puritanismo new age que nos invade no solo ha traído a la política la invasión del eufemismo, es que encima ha acabado con el noble arte del insulto. Lo hablaba no hace mucho con mi querido Julio Valdeón, voz imprescindible, en una de nuestras interminables y transoceánicas charlas, perpetrando futuros planes que fluctúan entre lo diletante, lo dipsómano y lo rockero.

Ahora, esclavos de la corrección política y con el cacumen en negativo -comentábamos-, nuestros políticos excretan pusilánimes denuestos. “Fascista” es el insulto estrella, junto con “machista”. Vaya must. Y a fuerza de repetirlos y utilizarlos de balde, sin tino, lanzándolos contra todo el que piense mínimamente diferente, exactamente igual que un bonobo lanzaría sus propias heces contra los que le observan desde el otro lado de la valla de un zoo, han perdido su cualidad de ofender.

Se ha perdido el arte del dicterio, el mimo al improperio. Nadie en el hemiciclo tiene hoy el talento como para llamar a otro “bailarina de pasos contrarios” o “tahúr del Mississippi con chaleco floreado”. Nadie le diría hoy a Becerril, como hizo Guerra, con toda la gracia, que es “Carlos II vestido de Mariquita Pérez”. O que Margaret Thatcher “en vez de desodorante se echa 3 en 1”. Ya nos gustaría.

Comenta Sergio Parra en su indispensable libro ¡¡Mecagüen!! Palabrotas, insultos y blasfemias, que “(…) todas las palabras sirven para algo; con ellas informamos, advertimos, solicitamos, exigimos, prohibimos… Pero hay un tipo de palabras que, más que ningún otro, ejerce un poder especial (…) Se trata de voces que pueden alterar súbitamente el estado de ánimo de nuestro interlocutor, excluirnos de un grupo, adherirnos a otro, hacernos parecer maleducados o, incluso, propiciar que nos llevemos una buena hostia. Son las palabrotas, las groserías, las palabras tabú, los insultos: el lenguaje sucio”.

Insultar es útil y hace a una lengua viva. Pero hay que hacerlo bien.

Nos merecemos unos políticos que, ya que van a agraviar, al menos, lo hagan con ingenio, con oficio. Nos merecemos algo más que un “fascista” a todo el que piensa diferente.

Queremos escuchar algo ocurrente, algo más inventivo que eso de que todo es ultraderecha y, lo que no es ultraderecha, es "ultra ultraderecha". Algo más allá del típico “misógino”, del “amigos de los terroristas”, del “racistas”, el “cobardes” o el “mujer florero”. Queremos que se insulte bien.

Habrá agelastas (ese término que siempre defiende Eduardo Laporte y que con tanto estilo define a los eternamente ofendidos) a los que mi arenga les parecerá fatal. Me lo veo venir. A ellos, como les diría Mel Brooks, les digo yo: “se me ha acusado de ser vulgar. Me importa una mierda”.