Los premios Goya han sido ocasión para que buena parte de la industria del cine español se invente un fantasma que recorre España: el fascismo.

Resulta llamativa la perspicacia o buena vista de directores y actores de cine que advierten sobre el peligro fascista y la ceguera que padecen ante movimientos totalitarios comunistas, populistas de extrema izquierda y separatistas. El actual o renovado totalitarismo se ha olvidado del proletariado e interviene, por medio del Estado, en nuestras vidas y haciendas con la excusa de la “emergencia climática”, el feminismo histerizante, la corrección política, el igualitarismo, la eliminación del balance de poderes y la ocupación burocrática de los espacios de libertad de los individuos y las familias propios de la sociedad civil.

El fascismo y el nazismo (que fueron dos cosas diferentes) cayeron definitivamente derrotados en la II Guerra Mundial, en 1945. En España lo más parecido al fascismo, la Falange, tuvo una influencia mínima en 1936, creció durante la guerra y decayó desde 1942. El pronunciamiento militar del 18 de julio consiguió el apoyo de una amalgama de católicos, monárquicos, tradicionalistas y, en mucho menor número, de falangistas. Franco se encargó de neutralizar a los falangistas por medio del decreto de unificación en abril de 1937, y en adelante, desde 1943, el “Movimiento Nacional” fue un partido de gobierno, autoritario y nacional-católico, después tecnocrático, y con un peso decreciente de los “camisas viejas”.  

Ignoro la razón por la que el conjunto o mayoría de la industria española del cine precisa hacer protestas antifascistas cuando los problemas reales y de fondo de España son otros completamente diferentes: el separatismo, la educación, la modernización, el medio ambiente (no la emergencia climática), la competitividad, la investigación, el mantenimiento y mejora del sistema sanitario, el futuro de las pensiones, la calidad de nuestra democracia… En definitiva, hacer más competitivo y atractivo de lo que ya es el Reino de España en un mundo abierto y globalizado.

Frente a problemas reales, el fantasma del fascismo es el mantra que permite ingresar en la tribu del pensamiento único y de lo políticamente correcto. Me permito contestar algunas de las simplezas sobre “la cultura antifascista”, según algunos cineastas, publicadas el pasado lunes en este periódico:

Juan Diego Botto: “Una cultura antifascista, en general, significa una cultura democrática. Cuando alguien dice que es antifascista, lo que está diciendo es que es demócrata”. El comunismo internacional y el socialismo revolucionario (la social-democracia europea continental no abrazó definitivamente el parlamentarismo democrático hasta después de la II Guerra Mundial) se titulaban antifascistas y no eran demócratas; eran totalitarios de izquierdas. La ETA y EH Bildu también se decían antifascistas y siguen sin condenar el tiro en la nuca.

Carlos Bardem: “La cultura es antifascista, yo no conozco cultura fascista. Del fascismo conozco otras vertientes y otras cosas, pero la cultura, por definición, es antifascista, porque la cultura crea personas críticas, personas que se hacen preguntas y que cuestionan, no personas que aceptan consignas y barbaridades”. Perfecto. Espero que aplique esa definición también al castrismo y al comunismo. De otro modo no es creíble nada de lo que diga.

Amenábar: “Hay muchos síntomas que nos hacen pensar que se está produciendo una situación parecida a la de los años treinta en Europa”. El Sr. Amenábar sabe hacer cine (me gustó e interesó su película Mientras dure la guerra) pero sabe poca historia y menos política. Alemania en los años treinta se orientó hacia el precipicio de la  revancha contra Francia por el Armisticio de Versalles de 1918.

Hoy, la UE es una cierta garantía de paz, democracia y estabilidad y cualquier parecido, en España o en el resto de Europa, con las tensiones de los años treinta, es pura imaginación. Hasta el mal llamado Frente Popular del actual gobierno español es un erróneo diagnóstico de algunos analistas conservadores comparado con el desastre de polarización (quinientos asesinatos políticos en cinco meses) durante el gobierno del Frente Popular, desde febrero de 1936. 

En resumen, sería de agradecer a los cineastas que no apliquen el microscopio a lo que no existe (Vox es otra derecha, no ultraderecha y mucho menos, fascista) y miren con una lente angular la realidad del neototalitarismo del separatismo y de la extrema izquierda.