Entre las varias películas de interés que en este momento nos ofrece la cartelera hay una que es algo más que un ejercicio de narración cinematográfica y una manera de pasar una tarde entretenida, aunque no deje de ser ninguna de esas dos cosas. Se trata de J’accuse —título mal traducido entre nosotros como El oficial y el espía—, la última obra del octogenario realizador Roman Polanski.

Dejando al margen las simpatías o antipatías que pueda despertar en el espectador el personaje, a cuenta de su escabrosa vida personal, contiene esta película un exquisito ejercicio de reflexión ética, una impecable recreación histórica y una invitación, mucho más que pertinente, a aplicar las ricas y complejas categorías que maneja para aquilatar el discurso, con demasiada frecuencia pobre y simplista, con el que de un tiempo a esta parte nos castigan quienes pretenden liderarnos.

Cuenta J’accuse el conocido como affaire Dreyfus: la injusta acusación y condena por traición contra un capitán de artillería de origen judío que se quiso hacer creer que pasaba información sobre secretos militares a los alemanes, cuando en realidad el responsable de aquellas filtraciones era un comandante de vida disoluta, de apellido Esterhazy, al que la alta jerarquía militar francesa llegó a proteger para encubrir su error. Un error que fue posible por algo más que una información defectuosa: tal era el antisemitismo de muchos altos mandos que había llevado al servicio de información militar a fabricar pruebas falsas contra Dreyfus, a fin de asegurar la condena y acabar deportándolo a la isla del Diablo.

Nada habría alterado este guión de no ser por la intervención y el sacrificio personal del teniente coronel Picquart, quien, al asumir la jefatura del servicio de información, tras el retiro por enfermedad de su predecesor, descubrió primero el error y luego las pruebas del montaje, y se empecinó en que se hiciera justicia al inocente al que se había avasallado.

El resultado fue que Picquart fue motejado de traidor, como el oficial para el que pedía justicia. Y en su película muestra muy bien Polanski cómo dos hombres íntegros y leales arrastran el baldón durante años mientras los verdaderos traidores, los que han fulminado a un oficial sin tacha y protegen a un espía, un facineroso dispuesto a vender por dinero la seguridad de su país, blasonan de patriotismo.

Véase la degradación de Dreyfus, la prisión de Picquart o la manera en que los soldados formados le vuelven la espalda al capitán calumniado, mientras se aclama a sus inescrupulosos calumniadores. Todas esas escenas invitan a pensar en cuántas veces, cuando alguien tilda a otro de traidor a "la" patria, lo que está tratando de proteger en realidad es "su" patria, esto es: el particular arreglo que le permite medrar, recibir agasajo y favores y disfrutar de privilegios que no merece, a costa o en contra de sus conciudadanos y del bien común.

Conviene tener en cuenta la enseñanza, en este siglo XXI que nos ha deparado la nefasta coexistencia entre nosotros de varios nacionalismos, todos ellos empeñados en señalar a los traidores a una patria cortada a la medida de sus intereses. Una patria que es sólo suya, y por la que reclaman la prerrogativa odiosa de ignorar e incluso aniquilar los derechos del resto.