A Pedro Sánchez, si algo no se le puede negar es la tenacidad. Tampoco la habilidad. Ha conseguido, finalmente, eso que tanto quería, continuar en la Moncloa, y habría que felicitarle por ello: la verdad es que no era nada fácil. Otra cosa es si merecía la pena. O si durará. O, más importante, si le sentarán bien al país, o incluso a él mismo, estas nuevas noches de insomnio que se apresura -que nos apresuramos-, a vivir.

Tampoco se le puede negar al presidente una capacidad descomunal para engatusar a los demás. Primero lo hizo con el electorado, al que le dijo, exactamente, lo que había que decirle para que, mayoritariamente, confiara en él. Ni una palabra menos, tampoco una palabra más.

No hacía falta que éstas fueran coherentes; tampoco que fueran a cumplirse. De hecho, en absoluto se acercan a la coherencia, a juzgar por la hemeroteca que recoge la diversidad de las convicciones o, mejor escrito, las contradicciones, del líder del PSOE; quizá ni él mismo pensaba cumplirlas, así que tampoco le resultaban tan trascendentes. Solo hacía falta recitar con precisión las palabras que le auparían como vencedor de los comicios del 10 de noviembre. Y eso fue lo que hizo.

Habría que estudiar, eso sí, cuánto de obligados, desde el punto de vista no de lo ético, ni tampoco de lo político, sino de lo jurídico, deberían estar los responsables de las formaciones políticas cuando están en campaña: esto es, no se debería poder decir cualquier cosa solo porque sabes que no va a pasar nada si no la cumples: debería haber consecuencias. Otra cosa es, simplemente, un engaño. Y ganar unas elecciones basándote en embustes no debería estar permitido.

Y eso es, más o menos, lo que se puede decir al respecto de lo que ha sucedido. A pesar de mantener lo contrario durante semanas, al final Sánchez parece haber asumido el discurso de Iglesias en lo referente a la economía y los mercados y, casi, el de Torra en que respecta al “contencioso territorial” como, asombrosamente, llama ahora al conflicto catalán, con la intención, tal vez, de minimizar el tamaño del problema al menos semánticamente.

Tras del 10-N, solo unas horas después de aquella batalla electoral, Sánchez abrazó a Iglesias, a quien había rechazado con acritud y contundencia, y comenzó a ejecutar un ejercicio de persuasión colectiva que cabría estudiar en los centros de política internacional, aunque solo fuera para aprender lo que un profesional de este mundo puede lograr si es lo suficientemente astuto, y si sus principios son tan estables como los de Groucho Marx.

A cada grupo parlamentario que necesitaba para la investidura, Sánchez le dio lo suyo. Otra vez afinó, entregando lo preciso: ni más -que era imposible- ni menos -que era insuficiente-. Su equipo le dijo a todo el mundo lo que quería escuchar y eso, claro, le sonó bien a todos. No sobró en el Congreso ni un solo voto, pero tampoco faltó ninguno.

Sí sobraron, en ese camino que condujo a esta victoria por la mínima, apreciaciones despectivas, insultos y actitudes que bordearon lo inaceptable. En varios momentos se respiró un cambio de ciclo que resultó, por momentos, inquietante, ante la envergadura potencial de semejante transformación.

Se escuchó el nombre de Azaña, interpretado de forma diferente según conviniera. Se escucharon voces que defendían la memoria de las víctimas del terrorismo, también interpretadas de un modo radicalmente distinto. Se escucharon ataques racistas a los inmigrantes, con estadísticas falsas. Pero, sobre todo, antes de las lágrimas de Iglesias, retumbó la voz de Montserrat Bassa, de Esquerra Republicana de Catalunya, cuando dijo que le importaba un comino la gobernabilidad de España.

Uno, ingenuamente quizá, se pregunta qué estamos haciendo tan extraordinariamente mal si ella -y tantos otros en el Congreso-, tiene voz y tiene voto sobre el futuro de España, si le importa un comino.