No hay día de Navidad sin cine y esta vez tocó ver Cats, la versión cinematográfica del musical. Sobre la película diré que, aunque es a ratos lenta, merece la pena verla por el despliegue de voces, coreografías y belleza en general.

El caso es que, contemplando a esos actores que son también bailarines y cantantes, empezó a tintinear en mi cabeza la curiosidad por saber en qué momento descubrieron su talento; si fueron ellos o sus padres los que un día decidieron que valía la pena profundizar sobre eso que les diferenciaba del resto de los humanos y convertir sus sueños en sus realidades.

Qué habría pasado si a Jennifer Hudson nunca se le hubiera ocurrido entonar una melodía, si Judi Dench no se hubiera subido a un escenario, si Andrew Lloyd Webber jamás hubiera visto una partitura de cerca. Pues el mundo sería un poquito más feo, así de entrada, y ellos, con toda seguridad, mucho más infelices desarrollando carreras de esas con "las que sí te puedes ganar la vida". Qué lástima, por Dios.

Por esa otra cara oscura de la moneda deambulan aquellos que nunca identificaron su pasión y los que, aún conociéndola, pasaron de largo para unirse al resto de la manada, tan homogénea y tan borreguil. Prodigios aplastados por su propio miedo o por el de los que se veían amenazados con tanto brillo, ya fueran progenitores o maestros. O por la ignorancia de que ese elemento que te hace sobresalir no tiene por qué ser tangible: hacer reír a los demás, escuchar con atención, conectar a gente, recibir en casa, combinar colores como nadie, caer bien, estar siempre de buen humor, ver el vaso medio lleno aunque quede solo una gota. Cuestiones que, por fáciles, no nos parecen valiosas, pero que a otros se les antojan imposibles. Tanto como los gorgoritos de la Hudson para el común de los mortales.

Qué útil sería que, en el momento en el que aprendemos a escribir, comenzáramos un diario sobre nuestras destrezas, nuestros sueños y nuestras pasiones. Cuántos problemas nos evitaríamos al transitar exclusivamente por el camino que trazan esas evidencias. Huiríamos del rebaño a toda velocidad.

Otra causa por la que los talentos se diluyen es por la falta de determinación, de voluntad y de disciplina para convertir ese regalo con el que naciste en algo digno de ser disfrutado por ti y por los demás. La puñetera vagancia, la imposibilidad de ver más allá de tus narices, de proyectar un futuro opuesto a la mediocridad, una vida que te desafíe a cada paso. La ignorancia de que la felicidad se encuentra en la sensación de avanzar, de aprender y de acercarte cada día a tu mejor versión. Qué bien mirarte en el espejo y que se te escape una sonrisa de satisfacción. Aceptamos aquello que creemos merecer y nadie nos enseña que nos merecemos el cielo.

Se acaba el año y debería ser obligatorio hacer un listado de logros, de habilidades innatas. Quizás anden enterradas bajo años de conformismo, aburrimiento e inercia, pero ahí están los amigos del colegio para recordarte lo bueno que eras en dibujo o que todos te contaban sus problemas porque dabas los mejores consejos. Quizás ganabas todos los concursos de canto en EGB, pero un día cerraste el pico. Ya es hora de volver a abrirlo. Escarbemos en la maravilla que somos y creemos algo bonito para nosotros y para el mundo.

En la hoja de los propósitos, subrayemos que nunca es tarde si la dicha es buena, que existe algo que siempre ha estado en ti, agachadito, esperando al momento oportuno. Decide que ese momento es ahora porque es el único que tienes. Nadie va a cumplir tu sueño por ti, que nadie te impida lograrlo.