"Mi ejército no tiene bandera, sólo un corazón". Es uno de los muchos versos escritos por Robe Iniesta para Extremoduro, el mítico grupo de rock español que esta semana anunció el fin de su singularísima trayectoria musical. No deja de ser simbólico que Robe y los suyos lo dejen justamente en un momento en el que las banderas y las virulentas pasiones que despiertan están en el centro del escenario.

Cada vez hay menos gente que se avenga a ir por la vida sin restregarle alguna bandera a otro; y cada vez son más los exaltados y los dogmáticos, que no forman precisamente el público ideal de una banda que se distingue por su irreverencia en todas direcciones, por una suerte de lirismo descacharrado que combina mal con tantas certidumbres.

No estaban ya en la onda del momento, que se prosterna ante ídolos posadolescentes poseídos por esos géneros untuosos y machacones que marcan la moda del siglo, sin apenas melodía y con más electrónica que guitarrazos. Extremoduro se movía en cambio entre el desgarro y la ternura, fiel a la base instrumental y rítmica del rock que impregnaba con desparpajo de raíces y audacias extremeñas y un toque jondo desprovisto de afeites. Nada menos trendy, en esta era de músicas convenientemente centrifugadas y homogeneizadas para el consumo global.

No puede decirse, sin embargo, que el éxito no les sonriera, entre quienes los seguimos desde hace décadas y también entre un número nada desdeñable de jóvenes. Bastaba para saberlo con acercarse a cualquiera de sus conciertos; bastará, seguro, con intentar conseguir una entrada para la gira de despedida que han dicho que harán para echar el cierre a su carrera.

Ellos han argumentado que lo dejan por honestidad, que el proyecto no daba más de sí y que no se sentían tan compenetrados como para ponerle la pasión de otro tiempo. Son razones admirables que además suenan a verdaderas, si uno echa la vista atrás y mira lo que han hecho Robe y los suyos en los últimos años.

Quizá el punto culminante de su discografía lo marcó La ley innata, del año 2008, una obra maestra que se antoja difícil de superar. No lo hicieron desde luego los dos álbumes publicados con posterioridad por el grupo, Material defectuoso (2011) y Para todos los públicos (2013), que acreditan su talento pero no tienen la consistencia prodigiosa del anteriormente citado.

Y es que fue en La ley innata donde Extremoduro, además de alcanzar su cota más alta, empezó a dejar paso a otra cosa distinta, vinculada a la evolución personal y musical de quien es su alma y su poeta, Robe Iniesta. Vuela este ahora en solitario con otro proyecto, otros músicos y otro sonido, el que pueden apreciar quienes escuchen Lo que aletea en nuestras cabezas (2015) y Destrozares (2016), con piezas del calibre de Nana cruel o Del tiempo perdido, tal vez las dos canciones más poderosas escritas por un español en la última década.

De Extremoduro queda para siempre lo que nos dio en sus once discos. De Robe esperamos aún alguna otra canción inapelable y morrocotuda. Entre nosotros, hoy por hoy, nadie como él puede escribirla.