A quien quiere echar abajo lo de todos no se le puede bajo ningún concepto ayudar, ni otorgarle triunfo alguno. Al menos, no desde el gobierno que tiene encomendado justamente velar por el patrimonio común, frente a quienes desean destruirlo o trocearlo. Quien aspire a presentarse como legítimo ejerciente de dicho gobierno debe dejárselo bien claro a quienes le ofrezcan apoyos exigiéndole a cambio incumplir su deber primordial.

Con quien quiere echar abajo lo de todos, mientras lo siga queriendo y persiguiendo, se puede llegar a arreglos de buena voluntad y no beligerancia, incluso de cooperación, en lo que no tenga que ver con su proyecto de desguace. Asuntos que queden al margen de la construcción o destrucción nacional: cuestiones de intendencia y subsistencia, humanitarias, etcétera.

Aspirar a que desde el gobierno de un Estado se avale la estrategia, la agenda o los agravios de quien siga apostando por desmantelarlo es comprender muy poco la realidad de las cosas. Asentir desde el gobierno de la nación a cualquier proposición en ese sentido equivale a sacar, merecidamente, todos los números para ser desalojado de una posición que a partir de una abdicación así no se puede merecer. No ya en términos morales —que también—: la cuestión es que presentarse con ese bagaje ante los votantes del conjunto del país llevaría al inexorable suicidio electoral.

Lo quieran o no, estos son los límites de la negociación en curso entre el PSOE y ERC. Pueden estar seguros los primeros de que en España no hay suficientes votantes de izquierdas con tolerancia al sacrificio de los intereses de todos a la hoja de ruta de unos pocos como para que una jugada tal les salga bien. Y deberían pensar los segundos que ese atajo no conduce, aunque alguno lo pretenda, a doblegar la voluntad de los españoles y forzarlos a aceptar su utopía unilateral, sino a todo lo contrario: a empujar hacia arriba las cifras de Vox y alejar cada vez más no sólo ese escenario soñado y hoy por hoy ficticio, sino otros que serían mucho más posibles y bastante más ventajosos que el barrizal donde se ha atascado nuestro modelo territorial.

Hay otra forma de traicionar lo de todos que es tratar de apropiárselo para hacerlo servir a unas siglas. Empieza a ser irritante la reiteración con que algunos se empeñan en hacerse fotos con quienes visten un uniforme que los identifica como servidores de todos los ciudadanos, al objeto de mostrarlos como mascotas o como figurantes —a menudo involuntarios— de las campañas promocionales de su formación política, difundidas luego hasta la saciedad en sus redes.

La maniobra, tan grosera que los encargados de preservar la imagen institucional de los cuerpos afectados ya tienen el evitarla entre sus preocupaciones cotidianas, invita a quienes piensen que un gobierno bien vale tragar con lo intragable a una reflexión adicional: reforzarles a estos agentes oportunistas los argumentos para promover esa apropiación, de todo punto indeseable, sería una catástrofe, un retroceso que arrojaría por la borda décadas de esfuerzos. No hay pacto que valga semejante destrozo de la casa común.