Lo peor de las insistentes repeticiones electorales ni siquiera son los gobiernos que no se forman o se forman a partir de ellas, sino el deprimente espectáculo de las sesiones constitutivas del Congreso, cada una más carnavalesca que la de antes. Todo es ya descomposición y destrucción. De todas las historias de la historia, la de España es la más estúpida, porque termina estúpidamente. Cuando parecía haber acabado con sus demonios, se deja vencer por ellos por pura estupidez.

"No nos representan", era el grito del 15-M contra nuestros representantes políticos. Este grito lo hizo suyo Podemos y, ocho años después, sí que nos representan: un tercio del Congreso es (con la connivencia del PSOE) un circo de patéticos impresentables, con sus caprichitos maleducados. Los coros y danzas de los juramentos creativos expresan lo que son quienes los profieren: señoritos feudales, caciques de lo suyo. Muchos se dicen republicanos y de izquierdas, pero son enemigos de la ley común y del Estado: es decir, de lo único que ampara a los débiles; de lo que articula la democracia y garantiza la ciudadanía.

Eso y no otra cosa socavan, movidos por un particularismo egocéntrico y desquiciado. Incapaces de neutralidad institucional, que represente (¡esta vez sí!) a todos, no dejan pasar la ocasión de 'expresarse' mediante sus mojones ideológicos, sus pamplinas, sus tics. Están todo el día predicando contra el individualismo extremo del "neoliberalismo", y cuando les llega su gran momento comunitario sacan, como un guiñol, al "individuo" que llevan dentro.

En el fondo es la acostumbrada religión, en su versión más rudimentaria: la superstición. Se creen que están en la promesa, pero están en el juramento: han reinventado el juramento. Prometer "por el planeta", o "por las Trece Rosas", o "por la democracia y los derechos sociales", no son más que jaculatorias para que no se les tome por pecadores al aceptar el mal, o lo impuro: la Constitución. Y lo mismo los de Vox con sus juramentos "por España", en esta pesada espiral de parodias invertidas.

En todos ellos anida la bellaquería de pensar que la Constitución es incompatible con las Trece Rosas, con la democracia, con los derechos sociales, con España e incluso con el planeta. (Al margen están los independentistas, claro, cuyas monsergas son directamente antidemocráticas: derivaciones hitlerianas del 'Führerprinzip', por muy cuqui Rosique que se sea.)

Al final todos estos pijos ideológicos, si no pueden imponer cada uno su política por la fuerza, por la guerra, descubrirán aquello que permite la convivencia (resignada, si se quiere) de unos con otros: el parlamentarismo. Después de la destrucción de todo, la reconstrucción deberá traer, con mucho esfuerzo, algo muy parecido a lo que ahora tenemos. Con mucho esfuerzo y con mucha suerte.