Debe estar al caer el advenimiento de la ecoevangelista Thunberg. En catamarán y con una corte de influencers hipermotivados a su vera. La vida moderna no contaminante es lo que tiene, que los advenimientos ya no son lo que eran. Y aquí estoy yo, dándole a la tecla y absolutamente fascinada con el folie à plusieurs del momento.

Lo que más me chifla del fenómeno Greta es, precisamente, ese rollo Jesucristo Superstar con trenzas, ese fliparlo en colorines cada vez que una obviedad sale por su boca, espumarajo y vena hinchada mediante, cuando transmuta de niña sueca en ebrio estibador portuario para abroncar a un montón de mandatarios mundiales por cargarse el planeta y robarle la infancia, de paso. O los sugus. Lo que sea que le hayan robado a la chiquilla.

No confundáis, por favor, mi crítica al vodevil de la causa justa con la crítica a la causa justa en sí misma. Os presupongo inteligentes y dotados de una más que solvente comprensión lectora. No me decepcionéis. A mí, salvar el planeta, como salvar cualquier cosa, me parece más que bien. Me parece requetebién, de hecho.

Lo que me asombra y me preocupa es la deriva infantilizada y simplista de nuestra sociedad. Nuestra tendencia a descartar cualquier explicación o razonamiento que no quepa en una chapa o una camiseta; que no podamos garabatear en una pancarta o corear a ritmo de batucada mientras rodeamos el Congreso o lo que sea menester. Me alarma que hayamos pasado del “incluso un niño de cuatro años podría entenderlo, ¡que me traigan un niño de cuatro años!” de Groucho al “no van a entender nada, que nos traigan una niña de 16 años que haga pucheros y lo explique zonzamente” de la ONU.

De tanto disolver en agua una y otra vez los argumentos para que los pueda deglutir cualquiera, con poco tiempo y menos esfuerzo, nos estamos situando a las puertas de la Archicofradía Homeopática del Pensamiento. Como cantaría Pedro Infante: qué suerte la mía, después de una pena, volver a sufrir.

En definitiva, que lo que me preocupa es esta tendencia al activismo pop, tan sensible y tan de luz, alentado irresponsablemente por cualquiera que atisbe una posibilidad de lucro, ya sea en formato rédito electoral, prebenda, subvención, minutico de gloria o plato de lentejas.

No me culparán a estas alturas si confieso que hace tanto tiempo que no salgo de mi asombro, que ni siquiera recuerdo por dónde entré. Y es que el estupor es el último refugio que nos queda a los ateos, que no tenemos a quién encomendarnos o elevar nuestras plegarias. Ya lo siento.