La aparición estelar de Rivera la noche electoral del 10 de noviembre fue una decepción. Debió dimitir esa misma noche ante el electorado que le había retirado el apoyo y no, al día siguiente, ante su equipo directivo. Tal parece que los líderes se deben a los suyos y no a los electores. Es la misma actitud de Rajoy cuando dimitió ante la dirección del PP porque era lo “mejor para él”.

La partitocracia española degenera el espíritu fundacional de los partidos como intermediarios y articuladores de las corrientes de opinión de la sociedad. Los partidos terminan siendo un club cerrado de intereses en el que se establece una suerte de complicidad, de pacto implícito, entre el líder y el resto de los dirigentes: no me controléis y yo no os controlo. Véase el ejemplo del neo-cesarismo de Sánchez fuera de cualquier balance de poder dentro del PSOE.

Al día siguiente de las elecciones, Rivera pagó un precio doble: dimitía de la presidencia y se retiraba de la política. En la tradición de las monarquías parlamentarias un mal resultado implica pagar un precio, pero no necesariamente conduce al abandono del escaño y de la política. Un buen ejemplo es Churchill: perdió las elecciones de 1945, pero las volvió a ganar en 1951 a los 77 años de edad. En la primera Restauración de 1876, a numerosos políticos que alcanzaron altos puestos, incluso presidentes del Consejo de Gobierno de S.M., no les dolían prendas en continuar como diputados o como ministros de otros gabinetes.

La formación de un político (y mucho más de un dirigente) es un capital muy valioso que en España acostumbramos a dilapidar. La profesión de político no se aprende en la Universidad. Es el resultado de múltiples vivencias, lecturas, experiencias parlamentarias, en los medios de comunicación, en los debates y sobrevivir frente a las conspiraciones internas y externas…

En el fondo, lo que ocurre en España es que no hay una “cultura de la dimisión”. Se considera algo no honorable cuando es precisamente lo contrario. Un gesto de reconocimiento y respuesta a un mensaje de la opinión: “Me he equivocado”. El conocimiento es el resultado de la ecuación prueba-error. El error es para rectificar no para abandonar. Decía Barthou, presidente del gobierno de la III República francesa, que un político de raza nunca abandona.

En algún momento, ante el presente ascenso de Vox y la debacle de Ciudadanos, futuros historiadores analizarán el despropósito de ciertos intelectuales hipercríticos con los constitucionales, partidarios de la libertad y, por el contrario, tan confortablemente instalados en el favor de la extrema izquierda y de los separatistas totalitarios.

El ejemplo más nítido y reciente es el de un escritor nacionalista vasco, elegido Premio Nacional de las Letras Españolas, que acaba de declarar: “Vox estaba ahí y creo que en el futuro no van a pasar del resultado obtenido el domingo pese a que muchas televisiones van a vivir de ellos en los próximos años. A mí, la verdad me preocupaba mucho más Ciudadanos. Ver a Rivera en el gobierno era una pesadilla recurrente de la que me solía despertar chillando".

Esta preocupación de los separatistas periféricos con Ciudadanos responde al hecho de que ese partido amenazaba el ventajismo chantajista de los nacionalistas sobre el gobierno de Madrid. Ciudadanos se configuraba desde el inicio como un partido en el centro político de veinte-treinta diputados que, sin renunciar a nada, hacía prescindibles a los CiU (o como se llamen ahora) y a los PNV para obtener mayorías parlamentarias.

Ciudadanos es un partido necesario y es de esperar que la nueva dirección que surja de su Congreso tome nota de los errores, pagados por Rivera a un precio muy elevado, y los españoles tengamos una opción más para librarnos del chantaje de los separatistas vascos y catalanes que son anacrónicos en el siglo XXI.