Modern love es la nueva serie de moda. Ocho capítulos deliciosos y autoconclusivos en los que se dibujan varios tipos de amor. Diferentes actores, diferentes personajes. Solo uno aparece en todos ellos: la ciudad de Nueva York, tan apetecible y sabrosa como una tarta Red Relvet de Magnolia Bakery.

El boca oreja ha funcionado como la pólvora por una cuestión muy simple, te identificas con esas historias, las entiendes, te desabrochan el alma y las dejas colarse sin esfuerzo alguno. Te provocan una sonrisa y muchas ganas de sofá, manta, té y día lluvioso. Son como el amor romántico, contemplándolas todo cobra sentido, al menos para ti. No aparece ningún dramón insufrible, qué bien. Son disfrutables, dulces, brillantes. Quizás la serie, y también los objetos de nuestros enamoramientos, tengan imperfecciones, pero no los ves.

La niebla rosa desactiva los centros neuronales que se encargan de tomar decisiones. El amor es ciego y está atontado, es un hecho empírico y comprobado científicamente, nace en un área que está justo al lado de donde habitan esos impulsos tan primitivos que son la sed y el hambre, muy alejado de la parte que gestiona nuestra sensatez. Está casado o vive en Sebastopol, pero qué más da. El mundo por montera y que pase lo que tenga que pasar. Es mi media naranja, no hay nadie tan maravilloso en la galaxia entera, el amor mueve el mundo.

Encajamos, a veces a la fuerza, a ese que nos dedica miraditas en el bar donde desayunamos, dentro de la película que llevamos rodando en nuestro coco desde que cumplimos los doce. Mi persona ideal es así, es asá y, mira tú por donde, a ese ser irrepetible le ha dado por trabajar justo al lado de mi oficina. Cómo es el destino de maravilloso y de juguetón.

El interruptor de los corazoncitos se enciende al tiempo que el de la racionalidad se apaga. Eso no lo cuentan en esta serie, ni en ninguna que yo haya visto. Eres capaz de identificar lo que no te gusta del chaval que toma café a tu lado, pero te pasas sus defectos por el arco del triunfo. A veces son insignificantes; otras, constituyen el detonante de la tragedia emocional.

Todos nos hemos encontrado en la situación de contemplar cómo un amigo va directo al abismo de la debacle amorosa, sin paracaídas, sin red y sin casco. Pero a ver quién se enfrenta a Cupido, con lo certero que es siempre y con la de veces que te ha arreado a ti en los morros, aniquilando cualquier oportunidad que tuvieran tus colegas de prevenirte contra la tormenta.

Dicen los que saben del coco, que el cerebro tarda diecisiete meses en reconectar los sitios cerebrales que se ocupan de la cordura. Ese debería de ser el periodo en el que aprendemos a conocer a la otra persona y a identificar lo que sentimos con ella cuando estamos en plenas facultades. Lo del flechazo es una trampa de purpurina, pero trampa al fin y al cabo.

La solución no es fácil, teniendo en cuenta que el sujeto afectado anda flotando entre dopamina, oxitocina y todas las inas existentes. No hay vacuna contra nuestra propia majaronería, quizás lo suyo sería aprender a mantener el foco en nosotros mismos, en nuestra individualidad y en el convencimiento de que el planeta sigue girando sin esa persona a nuestro lado. En la serie y en la vida hablamos de la autoestima. Si no nos queremos nosotros, mal nos van a querer. Qué difícil gustarle de verdad al del bar de desayunos si no te gustas tú.

Ocupar plenamente la persona que somos y aprender a relacionarnos con nuestras emociones debería llevarnos, inevitablemente, a interactuar con los demás de una manera más sana y honesta. No te necesito, pero te quiero. Soy una naranja entera, feliz de narices, y contigo al lado, mucho más. Mientras eso sea así, estaremos juntos y, cuando se nos amargue el zumo común, cuídate mucho y ya nos vemos. La vida, como las series, es mucho mejor sin grandes dramas.