El estreno de la última película de Amenábar, Mientras dure la guerra, de nuevo trae a la palestra a una figura que ha resultado incómoda (cual tábano socrático) para cualquiera de los regímenes políticos por los que atravesó España entre el último tercio del XIX y el primer tercio del XX (la vida de Unamuno basculó justamente entre ambos siglos). Y aún también, ya después de muerto, es figura incómoda para los siguientes periodos, el franquista y el de la actual democracia (decir que el busto de Unamuno, que está en la plaza bilbaína que lleva su nombre, terminó siendo arrojado a la ría, tanto en época franquista, convertida su obra en anatema, como en plena Transición, por parte del fanático aberchalismo, que vio en don Miguel -vasco, “esto es, doblemente español”, como él gustaba decir- a un españolista irredento).

Nace en 1864 y se topa con la realidad política española cuando, en su mocedad, tiene que refugiarse de los impactos de las bombas que arrojan los carlistas sobre su asediado Bilbao natal. Durante la restauración borbónica, después en la dictadura de Primo de Rivera, y finalmente también durante la II República, Miguel de Unamuno mantuvo una trayectoria y significación como figura pública muy sui generis, que no terminaba de casar con propios ni extraños.

Primer catedrático universitario que formará parte de un partido de masas, del PSOE (teniendo un papel muy activo en sus órganos de propaganda), Unamuno va a enfrentarse al establishment militando siempre en la disidencia, actuando incluso, muchas veces, como disidente de sí mismo (al menos de eso le acusan en ocasiones). Se enfrentó al nacionalismo vasco (de Arana decía que era un “menor de edad mental”), llegando a ser declarado por ello persona non grata en la capital vizcaína.

Hizo frente como nadie (Ortega, Azaña, etc., siempre fueron más condescendientes) al nacionalismo catalán, a esos “pedantes de la Lliga”, decía, que se creen más majos que nadie, consistiendo su ideología supremacista en eso, y en nada más. Hay que subrayar que Unamuno hizo su tesis doctoral, sobre los orígenes del vascuence, con Sánchez Moguel, auténtica némesis del nacionalismo fragmentario, en general.

También contra Ortega defendió la “africanización” de España, y no su europeización “papanatas”, como acertó a decir, cuando Ortega creía ver en Europa “la solución”, cual deus ex machina, para los problemas de España. Fue furibundo aliadófilo en plena guerra mundial, sobre todo antigermanófilo, hablando de Alemania como de un “pueblo tosco, que hasta en sus desesperaciones lo es”, y que busca dominar para aniquilar (palabras premonitorias pasados unos pocos años, retratando a Hitler como “deficiente mental y espiritual”).

Se enfrentó, por supuesto, a la dictadura de Primo de Rivera, que le costó, tras unas palabras inconvenientes, el destierro en Fuerteventura (“añoso ya, y tonto de capirote”, dirá refiriéndose al marqués de Estella). A su regreso, y en olor de multitud, Unamuno va a ser uno de los adalides de la república que, él mismo, se encargará de proclamar en la Plaza Mayor de Salamanca el 14 de abril de 1931.

Pero, naturalmente, tampoco la II Republica va a quedar inmune a la crítica del tábano unamuniano, de tal manera que a los pocos meses ya está llamado la atención acerca del carácter taumatúrgico, casi que salvífico, que para muchos tiene la república y el republicanismo. Así, advierte, si la república importa será en cuanto que sirva a España, y no España a la república: lo importante es España, porque “si la república perece, se puede formar otra, pero si España perece no hay república posible”.

Finalmente, sobre todo tras la victoria del Frente Popular, en febrero de 1936, y al quedar la ley republicana erosionada por los abusos frentepopulistas, renegará de la II República y terminará, según se precipiten los acontecimientos (y con “el faraón de El Pardo”, como llamará a Azaña, siendo incapaz de reconducir la situación), alineándose con los militares sublevados y donando cinco mil pesetas en su apoyo.

Al final, y ya como último testimonio protagonístico -si se nos permite la expresión- se enfrentará, con la guerra civil en marcha, a los militares en la famosa jornada del 12 de octubre de 1936. Renegando de “hunos y de los hotros”, fallecerá el último día del año 36, en plena lucha fratricida, caínita, entre españoles, y probablemente afectado de “melancolía” (la misma tristeza que según Cervantes mató a Don Quijote), tras quedar confinado en su casa y desprovisto de todo cargo al enfrentarse con Millán Astray.

La película de Amenábar fija la atención sobre este episodio final (“podéis vencer pero no convencer”) y trata de arrimar a Unamuno a la “buena causa” republicana, ofreciendo una visión de Don Miguel muy sesgada y tendenciosa: tras un primer momento de duda y ofuscación de su conciencia moral, Unamuno recupera finalmente su sindéresis, al ver las acciones criminales de los sublevados, para terminar por enfrentarse a quien tenía que enfrentarse toda buena conciencia, a la bestialidad castrense más fanfarrona y bulliciosa representada por el fundador de la Legión.

Así, en contra de Unamuno, bien es verdad que con más finura, pero sobre todo con más cinismo -en la película, Franco aparece como un auténtico cínico que busca con la guerra el poder-, se impuso en España un régimen militar, hasta el año 75 (el título de la película es una insinuación, clara, de que la guerra no termina hasta el fallecimiento de Franco), al que el gran intelectual del primer tercio de siglo no pudo menos que enfrentarse. De esta manera Unamuno es recuperable para la causa, que es la de Amenábar, y que ve en la II República una especie de edad de oro de la democracia en España, y en la Transición su continuidad, tras el paréntesis de la tiranía franquista.

Había que encajar aquí a Don Miguel, y esta película, como Procusto, lo hace, pero dejando fuera las líneas doctrinales características de la política unamuniana, y que resultan más incompatibles con ese “espíritu de la Transición”, a saber, su anti-europeísmo y su anti-regionalismo. Unamuno se opuso totalmente al europeísmo y al autonomismo, los dos vectores sobre los cuales pivota ideológicamente la actual democracia española.

Pero ahí sigue, a pesar de Amenábar, y para quien quiera leerla, la obra del incómodo Unamuno, ahí sigue contra la solución europea y contra el Estado autonómico.