La semana pasada se produjo una noticia que pasó prácticamente desapercibida: la economía de Hong Kong entró técnicamente en recesión, al hilvanar dos trimestres seguidos contrayéndose (-0,50% y -3,20%, respectivamente, en el segundo y tercer trimestre de este año). Este mal comportamiento del PIB de Hong Kong era fácil de prever tras el hundimiento del consumo privado y del turismo, así como del precio de los inmuebles, en la antigua colonia británica, y todo como reacción a las protestas de los últimos meses, segundo episodio de la “revolución de los paraguas” iniciada en 2014.

La economía de Hong Kong apenas representa un 0,59% del PIB mundial por lo que su importancia no proviene tanto de su valor cuantitativo como de lo que representa en el momento que vive actualmente: un empobrecimiento a corto plazo de un enclave normalmente próspero, como consecuencia de un prolongado movimiento de protesta que está alterando el curso normal de los negocios (como anécdota ilustrativa, en estos días se puede conseguir una habitación doble en Hong Kong por 6 euros, lo que, en un lugar tan superpoblado habitualmente, da la medida de hasta que punto los turistas han dejado de afluir y los negocios están saliendo de estampida).

Pero Hong Kong no es un caso aislado: las manifestaciones persistentes y más o menos violentas se han estado produciendo durante las últimas semanas y meses en Francia (chalecos amarillos), España (concentradas en Cataluña), Chile, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Líbano e Iraq.

También en esta oleada de descontento se puede incluir la victoria peronista en Argentina (una vuelta al poder tan rápida de Cristina Kirchner que parecía imposible hace un par de años, cuando Argentina podía permitirse el lujo de emitir deuda a 100 años, a pesar de su largo historial de impagos) y los hechos que muestran una profunda división en sociedades como la británica, a cuenta del brexit, o que, en los EEUU provocan brotes de protesta (o de violencia) localizados, a veces, como en los días de este fin de semana pasado, como reacción a la “brutalidad policial” con un joven que entró en el metro sin pagar.

Y todo ello con el telón de fondo de la lucha contra el cambio climático que, últimamente, moviliza multitudes en todo el mundo y que parece más la expresión de una desazón generalizada difícil de explicar que de lo acuciante que resulta “la lucha por la vida” en los países en que se produce. 

¿Se trata de una oleada revolucionaria de las muchas que la historia ha conocido o el calificarlos como tal es una completa exageración? Y, ¿podría ser Hong Kong un indicador adelantado de que, de persistir estos movimientos, la economía mundial se fuera a ver afectada?

"¿Se trata de una oleada revolucionaria de las muchas de la historia o el calificarlo como tal es una exageración?"

Lo normal es que suceda lo contrario, que un empeoramiento de la situación económica dé lugar a un movimiento de descontento contagioso, como el sucedido en 1848, paradigma de este tipo de contagio, por ser el primero que se produjo en la Edad Contemporánea. En febrero de ese año se publicó el Manifiesto Comunista, que Carlos Marx y Federico Engels iniciaban con las palabras que se han parafraseado para el título a este artículo: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo…”.

La llegada del Manifiesto a comienzos de ese año parecía el preámbulo de los desórdenes que se iban a producir. Unos desórdenes que fueron aplastados sin demasiadas dificultades por los gobiernos europeos del momento pero que liquidaron la etapa de la Restauración Absolutista que se había iniciado con el Congreso de Viena, tras terminar las guerras napoleónicas. Después de 1848 ya nada sería igual.

Hasta en España, en cuya historia parece que el año 1848 no representa gran cosa, se produjeron incidentes de gran calado como, sucesivamente a lo largo del año, un alzamiento civil en Madrid (con una verdadera guerra desatada en la Plaza Mayor y otras zonas aledañas al Palacio Real), el motín del regimiento España (en Madrid también) y el recrudecimiento de la guerra carlista en Cataluña, con la vuelta del exilio del general Cabrera y todo.

Lo mismo ahora que en 1848 parte de la oleada de descontento tuvo lugar por reivindicaciones políticas (en el caso actual, en el chino Hong Kong y en la española Cataluña) y parte por reivindicaciones económicas ligadas a la carestía (Chile, Ecuador, Líbano). En algunos casos, como Bolivia e Iraq es una mezcla de ambas. En otros, como con los chalecos amarillos en Francia, se trata de un malestar difuso que tiene que ver con la angustia vital atribuible a todo fenómeno parisino, aunque se iniciara como protesta contra la subida del precio de los combustibles y tuviera lugar en todo el país.

"No parece, de momento, que estos movimientos populares vayan a tener un impacto importante en la economía global"

Como se ve, movimientos sociales que han irrumpido con mucha virulencia y que, en algunos casos (como ahora en Chile) no desaparecen con la retirada por los gobiernos de las medidas que los desencadenaron. Curiosamente, en algunos casos, esas medidas encarecedoras del coste de la vida están directamente relacionadas con la lucha contra el cambio climático (como en Chile también, donde, al tener que cancelar la cumbre del clima que iba a tener lugar allí, parece haberse producido una especia de “justicia poética” que habrá alegrado a quienes, como Trump, no creen que ese problema exista).

Aunque haya detalles aislados, como la recesión en Hong Kong o el cierre durante las protestas de las explotaciones petroleras en Ecuador, no parece, al menos de momento, que estos movimientos populares vayan a tener un impacto importante en la economía global, dado que solo están afectando a países cuyas economías tienen un peso menor en ella. Ni siquiera las protestas en Cataluña han tenido un impacto económico llamativo, aunque sí que se estén haciendo notar en un declive paulatino de la región.

Tampoco parece que estas protestas se puedan atribuir a la desaceleración económica global de los últimos doce meses ya que resultaría un poco prematuro. Sin embargo, sí que hay que tenerlas en consideración por lo que tienen de desasosiego generalizado, hasta ahora muy limitado geográficamente en el mundo desarrollado, pero que son indicio de algo que pudiera cobrar mucha mayor dimensión si la desaceleración global (con su recesión industrial ya en marcha) se transformara en recesión generalizada.

Al igual que la oleada revolucionaria de 1848 dio origen al mundo que conocimos hasta la caída del Muro de Berlín (con sus tres fases delimitadas por las dos Guerras Mundiales y por la Guerra fría) la inquietud que se ha extendido por diversos países en los últimos meses podría estar dando señales de que se aproximan grandes cambios que serán modelados por el choque entre los movimientos sociales y el uso de las nuevas tecnologías. Aunque quizá sea también prematuro hablar de esto, dado que los países avanzados, excepción hecha de las consignas contra el cambio climático, están participando bastante poco de esta generalizada intranquilidad.

Habrá que estar vigilantes.