La tan criticada como poco y mal leída sentencia 459/2019 de la sala segunda del Tribunal Supremo, de 14 de octubre, por la que se condena por sedición y malversación a los impulsores del procés que no se sustrajeron a la acción de la justicia, ofrece al lector, entre otros muchos pasajes admirablemente didácticos, una diáfana exposición de cuándo y en qué circunstancias existe el derecho de autodeterminación, según la doctrina jurídica y la jurisprudencia internacional consolidadas al respecto.

En grueso resumen, procede su apreciación en dos casos: para los pueblos que han sido objeto de una colonización previa y para aquellas comunidades que estando bajo el gobierno de un Estado se vean discriminadas en el ejercicio de sus derechos fundamentales.

Colonización en Cataluña, tras los episodios de la colonia focea de Ampurias, la provincia romana de la Tarraconense y la invasión arabobereber del siglo VIII, no ha habido ninguna que se sepa, pese a la insistencia despectiva con que los militantes más ardorosos del secesionismo designan como colonos a esos otros catalanes que tienen antepasados no nacidos en Cataluña y no secundan sus postulados —también despachados en las cordiales redes sociales como ñordos, vocablo que cada vez con más frecuencia gira en círculos independentistas como elegante y conciliador sinónimo de español—.

Y en cuanto a la restricción de derechos fundamentales, es muy dudoso que exista para la minoría mayoritaria que no sólo controla las instituciones sino que ha impuesto su cultura y su lengua de preferencia como las hegemónicas en el espacio público, mientras ejerce sin traba los derechos de esa ciudadanía española que tanto desprecia.

Sin embargo, podemos constatar en las últimas fechas la existencia en la sociedad catalana de colectivos que sí pueden decir que tienen restringidos sus derechos fundamentales, sin que los poderes públicos responsables de garantizarlos, en una primera instancia la Generalitat, hagan nada por defenderlos. Antes al contrario: llega a suceder que personas que ocupan las más altas magistraturas de las administraciones competentes se erigen en activos impulsores de las acciones restrictivas.

Véase, sin ir más lejos, el ejemplo de los estudiantes que matriculados en una universidad pública tratan de ejercer su derecho a la educación y no pueden porque se lo impiden por la fuerza comandos de encapuchados a los que los rectores dan su beneplácito, al tiempo que les ofrecen toda clase de facilidades para superar las asignaturas.

Véase, también, el caso de los funcionarios públicos que portando el uniforme de los Mossos d’Esquadra han de hacer frente a guerrillas urbanas violentas y bien organizadas, y que, lejos de tener el amparo de quienes los dirigen, se encuentran con que su presunción de inocencia cede frente al exótico otorgamiento a los manifestantes de un derecho fundamental a expresarse descalabrándolos, intentando pegarles fuego a sus furgones con ellos dentro o arrasando las calles.

Ellos sí que podrían reclamar legítima y fundadamente el derecho de autodeterminarse, frente a un poder irresponsable que en manos de un movimiento descabellado y fallido no halla otra salida que tratar de volverlo todo del revés. Aunque bastaría con que la ley española que aún los protege se hiciera efectiva.