El domingo una parte de Cataluña volvió a salir a la calle –como en octubre del 17– para decir basta. Para mostrar con su paso festivo que no es cierto que las calles serán siempre suyas –de los que las queman– que son de todos, que no es necesario levantar barricadas, ni destruir comercios, ni lanzar adoquines, ni bengalas, para expresarse, con propiedad, con justicia.

Una manifestación no en contra, sino a favor. Intentando casi todos mirar más allá de las elecciones del 10-N, haciendo el esfuerzo. Por eso los políticos no en vanguardia, no robando plano a los ciudadanos –o sólo el justo– ni siquiera hablando por ellos.

Tomas la decisión y resuelves ser parte de ello, sumarte a la multitud, caminar al mismo paso, el de la gente corriente –el tuyo–, y escuchas, y miras, y mientras se cubre la distancia por la que discurre la marcha, todo lo que se siente en esta Cataluña que para los separatistas no existe, se convierte en un único discurso en el que cabe el hartazgo, la incertidumbre, el valor, la tristeza y la desesperanza, y también la necesidad de –por un día– sentir que hay una Barcelona en la que luce el sol, y olvidarse de esa en la que, cuando cae la noche, son las sirenas y es el fuego los que iluminan sus calles.

Porque en el asfalto que pisamos están las huellas de barricadas en llamas, y en los escaparates de las tiendas, y de los bares, y en las paredes de las casas, de las noches de furia y saqueo. Por eso la tristeza –esa que no vi hace dos años–, porque quien vive ahí sabe que no es el escenario después de la batalla, porque la batalla seguirá esa misma noche por las mismas calles. Y les cortarán las carreteras –como han hecho con las arterias que desde el resto de provincias llevaban a los manifestantes a Barcelona–. Y les impedirán coger el tren, y entrar en sus facultades, y les seguirán manteniendo secuestrados en su delirio. Totalitarios, mala gente.

Por eso, después de que la manifestación mute en una romería de agradecimiento a los policías por su trabajo, por su esfuerzo. Cuando la multitud se disgrega y sólo quedan pequeños grupos que poco a poco se quitan las banderas que por unas horas han sido sus capas de superhombres, cuando eso ocurre, surge la pregunta… ¿y ahora, qué?

No es fácil, no será fácil, y no lo puede hacer cualquiera. Se me ocurren dos acciones, pararlo, de golpe, abruptamente, con todas las herramientas que la Ley da, y desandar el camino andado.

La violencia no puede quedar impune. No si se quiere poner a salvo la Democracia y la Libertad. El diálogo es bueno, pero ha de venir después. La Ley ha de ser para todos, y la fiesta ha de pagarla quien la provoca, a no ser que se nos quiera, al resto de los ciudadanos, insumisos u objetores. El vandalismo tiene nombre y apellidos, y se le puede poner cara. Inductores y ejecutores –que paguen–.

Desandar el camino andado, pero dándose un poco más de prisa. El plan se ha ido ejecutando durante décadas con deslealtad, y ante la miopía o la dejadez de quien debía pararlo. Pero no basta con lamentarse.

Hablan de reconstruir afectos. Sea, pero esa presunta desafección histórica ha sido alentada y aventada y está basada en la desigualdad. Por eso nos ha llevado hasta aquí.

Sabemos cómo ha funcionado, hagamos lo mismo pero con distinta misión: a cada escollo para convertir una sociedad diversa y española en una cerrada y solamente catalana, ha habido una acción. Para cada acción, una herramienta, y para darle uso, un presupuesto.

Tan sencillo, tan complejo. La televisión, la radio, la normalización lingüística, la inmersión, la construcción del relato, su extensión a través de las escuelas de Magisterio, los claustros de las escuelas y sus aulas después. La producción, el consumo y la proyección cultural, la acción exterior, los sindicatos, las asociaciones –de lo que sea– dependientes todos de la misma idea, rehenes a veces o apóstoles, las más. Esas han sido las herramientas y ciertamente han cumplido –y cumplen– su función.

¿Puede dárseles una diferente? Por supuesto. Es cierto que no se dispone del tiempo con el que se ha contado para construir la sima con la que se separa a unos catalanes de otros y a todos, del resto de España. También es cierto que hay que tener pocos escrúpulos para destinar a una causa el dinero que se necesita para lo que realmente importa. Pero me temo que el tiempo de los enjuagues y las componendas ya ha pasado y sólo queda hacer, lo que hay que hacer.