Se diría que la sociedad contemporánea deja correr la vida ante un espejo. ¿No es así? Sí, lo es. Pero esa actitud, esa indolencia, no es tan nueva como parece. De hecho, es muy antigua. Lo peculiar del espejo actual sería su tamaño: tan grande como para permitir a cada cual observarse a lo Narciso sin estorbo y, de paso, observar a cualquier otro. A millones. Pero, sobre todo, permitiría observar cómo los demás nos observan. Estaríamos pues ante una apoteosis del exhibicionismo.

Tal sería la sensación que transmiten las redes, los “me gusta”, las fotos compartidas o lanzadas al gentío, infinitos diarios personales de vidas que, por encima de todo, deben parecer interesantes. Ese sería el aspecto de la globalización de la vida privada. Hay centenares de millones de cámaras. Una por móvil. Y, después, las que llenarán, al modo chino, las ciudades y los pueblos, los cruces de caminos, las vías muertas, los interiores de los edificios públicos y de las viviendas, y aun las alturas próximas con sus drones.

Se va imponiendo, a resultas de tanta transformación, una poderosa representación del mundo que propicia nuevas distopías a través de las plataformas digitales, salto formidable en el consumo cultural: mundos de pesadilla con base en los teléfonos inteligentes; una facilidad sin precedentes—con la excepción quizá del brote espiritista de finales del siglo XIX— para suspender la incredulidad del público; la imbricación del yo con las redes, que incluye la del yo moral con aquel enjambre de cámaras ante el que deberás comportarte rectamente en todo momento; la sofisticación del hombre común a la hora de aceptar planteamientos que trastocan con soltura el espacio y el tiempo, que multiplican los destinos o los universos, que humanizan a la máquina y maquinizan al humano; la asunción inmediata de la realidad virtual con todas sus posibilidades; lo que promete la robótica combinada con el big data y, en fin, el resto de fenómenos con los que la tecnología vuelve a ser imposible de distinguir, como advirtió un maestro, de la magia.

Todo ello comporta cambios profundos en la vida pública y privada, en el trabajo y el ocio, en el amor y las animadversiones. Mientras tanto, se seguirá rondando en torno a la metáfora del gran espejo. Con ella juguetean, lo sepan o no, los ensayistas, los novelistas de tesis y los forjadores de modelos más influyentes de todos: los guionistas. Hablarán de paredes de cristal o de exhibicionismo universal, lo llamarán fabricación de marca personal o sociedad líquida, pero todo conduce al gran espejo. Es un problema, porque la metáfora y sus tentativas son del todo inadecuadas. El espejo es un espejismo.