El inicio de esta historia tiene treinta y ocho años, nada más y nada menos. Mis padres habían trabado amistad con un hombre viudo que, desde Barcelona, acababa de trasladarse a Lugo con su hija, que tenía la misma edad que yo. Aquel padre y su niña se transformaron en parte de nuestra familia.

Pasamos juntos muchos días felices de vacaciones, jornadas festivas, comidas navideñas, tardes de piscina y excursiones en el campo. Aquella fue una buena época. Luego ellos regresaron a Cataluña. El contacto siguió, aunque con las dificultades de una época en la que no había redes sociales.

A pesar de todo nunca faltaban las llamadas afectuosas en Año Nuevo, las postales de ida y vuelta, las noticias, algunos encuentros fugaces. Yo me hice escritora. Aquella niña que había sido mi amiga se compraba mis libros y me decía que le gustaban mucho. Nos seguíamos en Facebook y enviábamos caritas sonrientes y muchos likes a nuestras fotos familiares. Hasta que un día, hace unos diez años, se me ocurrió escribir un post burlándome de la ocurrencia de un conseller catalán que quería obligar a los hoteles a servir en los desayunos únicamente productos catalanes.

Mi amiga de la niñez me reprochó las mofas: según ella, aquel majadero sólo pretendía proteger la cultura autóctona, aunque fuese a base de multa y amenazas para popularizar el pan tumaca y el espetec.

Intenté no tomármelo en serio, pero su enfado no era una broma. Luego llegaron otros comentarios y sus propios post con estelada y el discurso quejicoso del separatismo. Jamás le dije nada al respecto: en los recuerdos de infancia nunca hay banderas.

Cuando entré en política me mandó un extraño mensaje preguntándome si estaba a favor de dejar sin ayudas a su hija discapacitada. El contacto se perdió: supongo que ambas pensamos que no merecía la pena.

Hace una semana escribí en mi cuenta de Instagram una nota agradeciendo a la Policía el trabajo que estaba haciendo en Barcelona. Mi amiga de la EGB reapareció en una feroz diatriba en la que hablaba de palizas policiales “a mí y a mi padre”.

En vano le pedí que me aclarase si ella o su padre (un hombre maravilloso al que recuerdo con todo el cariño del mundo) habían recibido alguna agresión. La niña de hace treinta y tantos años se había enredado en una madeja delirante en la que se mezclaba la independencia con Franco, las manifestaciones con amenazas y el odio con todo lo demás. Y me di cuenta de que estaba perdida para siempre.

Esta historia, dolorosamente real, es otro éxito del discurso pestilente del independentismo, que ha separado amigos, destruido familias y dinamitado afectos.