El nieto mayor del dictador encontró la manera más precisa de describir la situación, acaso involuntariamente. Vino a decir que la intención del Gobierno era dar la impresión de que ellos, los deudos del autócrata, estaban solos para las honras fúnebres en el trance del traslado de sus restos.

Los juicios acerca de las intenciones ajenas son siempre inseguros, pero lo cierto es que, si ese era el propósito, se logró a plena satisfacción. Y no fue tanto por la astucia o la perfidia del Gobierno como por el efecto inexorable de la Historia y la colaboración de la propia familia, al tratar de impedir mediante una encarnizada batalla jurídica el cumplimiento de un mandato expreso de la cámara donde está representada la soberanía nacional. Una soberanía que en otro tiempo se arrogó por sí y ante sí su abuelo, pero que por suerte ya no está en manos de una sola persona ni de los suyos.

Gracias a esa resistencia, el acto se retrasó hasta un día en el que el país se hallaba ya sumido en precampaña electoral. Es lo que tiene la democracia, que de vez en cuando hay que acudir a la ciudadanía para preguntarle qué quiere resolver acerca de su futuro; esa pregunta que durante cuatro décadas aquel cuyo apellido llevan los que ahora se duelen de su soledad se cuidó de no trasladar a sus compatriotas.

En periodo preelectoral, era el interés del Gobierno hacer ver que los Franco carecían del peso y la influencia que tuvieron durante buena parte del pasado siglo, sin duda; pero por otra parte no era interés de nadie, ni siquiera de los partidos más cercanos a su ideología, acompañarlos de una forma demasiado visible en sus protestas de maltrato, y de ninguna manera en el acto de rendirle homenaje al difunto.

Ese es el pago que reserva la Historia a quien impone su presencia y su autoridad a los demás por la vía de la fuerza y el terror. La pleitesía que recibe tan sólo dura en tanto se mantiene la intimidación y cesada esta apenas encuentra quien la aliente o la justifique. Es el sino amargo de los dominadores injustos: que en la memoria prevalezca al final sobre ellos el recuerdo de los injustos derrotados, de aquellos que basan su prestigio en la piedad y la admiración que inspira su sacrificio, más duraderas que el miedo a quien manda. Quien opta por valerse de este y de nada más condena a los suyos a esa soledad inevitable, de la que pueden consolarse sólo con el recuerdo de la pasada fortuna y los réditos materiales que siga produciéndoles en el presente. Peor es, en todo caso, la soledad de quien yace en una tumba sin nombre o de quien vivió despojado de su calor y compañía.

Estaban solos, sí, porque eso es lo que les corresponde en esta hora de reversión de una anomalía que sacó a los españoles de su tiempo y su lugar durante demasiados años y hasta una fecha demasiado tardía, en desproporcionado castigo por haber padecido hace ochenta años las convulsiones que sacudieron a Europa entera, y de las que otros pueblos salieron mucho mejor parados, por su propia fortaleza o porque tuvieron el socorro del exterior que los españoles no recibieron. En esa caja conducida tan sólo por sus descendientes —y con el debido respeto a su condición humana, que él negó a tantos— se desliza Franco así hacia el lugar oscuro y solitario que le reserva la Historia, un juez que no se deja amedrentar y sobre el que, mal que pese a quien gusta de dominar a los demás, nadie tiene jurisdicción.