Querido amigo, seguro que estás cansado de que te llamen “facha”. Admirada amiga, sé que miras por encima del hombro al machista que te tacha de “puta”. Estimados todos: son días éstos en los que uno camina con la injuria prendida del labio. El país arde, los políticos no cumplen con su deber y, mientras, el pueblo suda para coronar la cima de los viernes. Si la sangre derramada por nuestros ancestros no nos hubiera instruido, estaríamos preparando una verdadera revolución.

Atados por la civilización contemporánea, no nos queda más que insultar. Pero lo hacemos tan mal… “Hijo de puta, cabrón”. Todo es manido, insulso, repetitivo, como la vida de los lunes. Para más inri, se trata de un eterno retorno del que no podemos escapar: esos mismos calificativos son los primeros que aprende el niño en el colegio.

Andaba maldiciendo a mis enemigos cuando cayó en mis manos un antídoto extremadamente redentor: un libro titulado Diccionario de injurias de los siglos XVI y XVII (Edition Reichenberger, 2019). Lo firman dos investigadores de la Universidad de Navarra, Cristina Tabernero y Jesús María Usunáriz. Oh, aquella era otra época. Qué delicadeza, qué finura en la estocada, artistas de mancillar honores, expertos en desmoronar al adversario con un vituperio inesperado, de nuevo cuño.

Imaginen qué maravilla de telediario. El mismo ambiente faltón, pero trufado de “hinchadores de vacas”, “espantacueros”, “azafranadores”, “boquituertos” y “escurrebraguetas”.

Estos dos profesores universitarios han tenido la delicadeza de publicar su compendio justo antes de que comience la campaña electoral. Universidad de arraigo cristiano, probablemente sea un ejercicio de caridad. Ahora que el entorno es ciénaga, insultémonos con audacia, arruinemos nuestras reputaciones con ambición estética.

En este manual de supervivencia reposan más de 1.000 soluciones a nuestra mediocridad. Han sido obtenidas de otros tantos procesos judiciales y casi 2.000 testimonios documentales. Conviene tener en cuenta que, hoy, la preocupación por la reputación es similar a la de hace trescientos años, aunque se “base en valores diferentes”. Ya entonces, “puta”, “borracho” y “ladrón” estaban a la orden del día, pero la palma se la llevaba “bellaco”. También triunfaban los “abrasados”, término con el que se castigaba a los descendientes de quienes perecieron en la hoguera.

Basta un leve vistazo al diccionario para darse cuenta de que el éxito pasa por las “unidades pluriverbales”, es decir; la injuria compuesta. Véase el “roncador de mojones”, el “robaciadero de cubas” o la “boca de esportizos”.

La lectura de estas páginas es esperanzadora: “Según afirmaba una testigo, cuando la mujer de Luis Bertodano volvía de misa, Elvira de Bayona, dando voces en la calle Herrerías, dijo: ‘¡Esta bellaca! No me han desconfiado los clérigos como a ti, puta, bellaca, pellejera… ¡adobacueros!”.

¿Y si el candidato que no te gusta deja de ser un fascista para convertirse en un adobacueros o en un roncador de mojones? ¿No viviríamos en un país mejor? ¿Y si empiezas a referirte a tu ex como barba de cabra” -dícese del malo y venenoso-, chilindroso” -aquél que es un puerco desastrado- y mandilón” -hombre de poco espíritu-?

“¡Yo he sido puta, pero puta de hombres honrados! ¡La dicha Juana Blanco ha sido puta de frailes!”, gritaba, desesperada, una señora. Hasta el insulto común incluía una descripción que otorgaba exactitud al sintagma.

España está llena de “alcabuetones” -los tradicionales alcahuetes-, “azafranadores” -mentirosos-, “badajones con panza malignada” -aquellos que sólo hablan de necedades-, “boquituertos” -sobra explicación-, “rascamulas” -imbéciles-, “tamborricos” -ése que tiene el cerebro como un tambor- y “puercos mondongueros”. Sólo hace falta ubicarlos, elegir bien el palabro… y disparar. Las maneras en el insulto marcan el nivel intelectual de un país. Esforcémonos, bellacos de mala nación.