A James Rhodes, lo ha dicho muchas veces, la música le salvó la vida. Bach, fundamentalmente. Si no llega a ser por el compositor alemán, el músico británico, de quien había abusado su profesor de gimnasia durante años cuando era un niño, ahora estaría en otro mundo, no en este, y no se encontraría disfrutando de la enorme popularidad que su talento al piano, y también su habilidad en las redes sociales y en la comunicación, le han conseguido.

A Jordi Sierra i Fabra le salvó la lectura. El gran escritor catalán tuvo una infancia delicada, ya que su tartamudeo era la diana perfecta para que se burlaran de él, y en su colegio lo hacían constantemente; le acosaban no solo los demás alumnos, también los profesores, que se reían de él. “Era el bufón de la clase”, admite. En contra de los pronósticos más optimistas, a excepción del suyo propio, sí consiguió ser quien deseó ser en la vida: un escritor. En su larga trayectoria, ha vendido más de 12 millones de libros, escrito 500, y recibido el Premio Nacional de Literatura infantil. Todo, gracias a que leía.

Está claro que las artes no tienen una probabilidad elevada de fabricar recursos para quienes las practican, como la tiene, por ejemplo, quien dedica todas sus horas a analizar fondos de renta variable. Pero salvan vidas. Eso no lo consigue ninguna otra actividad. Salva las almas de los creadores -Beethoven, García Márquez-, que se volverían –aún– más locos si no consiguieran transmitir sus creaciones, por un lado; por otro, alivian las de quienes se zambullen en el universo de quien consigue que exista algo donde antes no había nada: un drama en la familia Buendía en vez de espacio; o una música celestial –o, más bien, heróica–, en forma de sinfonía, donde antes solo había ruido.

Cuenta Leila Guerrero en su columna Sobrevivir –porque se trata de eso, sí–, que al escuchar un verso de Pessoa –“No soy nada / Nunca seré nada / No puedo querer ser nada / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”– sintió que todo cobraba sentido: “(Fue) como ver desde lejos, con una lucidez borracha, el orden de las cosas”. Claro que descubrir, dentro del enorme caos al que estamos sometidos, el orden de las cosas, incluso con esa lucidez menor, borrosa, constituye el mayor logro; eso que hace posible continuar buscando lo que sea, cualquier cosa, en la vida.

En el día en el que se conoce el Nobel de Literatura tras dos largos años de ausencia y un desprestigio considerable por irregularidades, con filtraciones y abusos sexuales incluidos, como si se tratara de una desafortunada novela de actualidad, conviene recordar el mérito de los creadores, su lucha, sus noches frente al papel a medias, su búsqueda permanente, tan a menudo banal, tan improbablemente inmortal, aunque a veces lo sea.

Son dos, este año, para compensar el escándalo del pasado. De entre los diversos candidatos que inundan las quinielas estos días, hay uno, el escritor de origen keniata Ngugi Wa Thiong'o, a quien el mundo no debería dejar que falleciera sin haber logrado antes semejante distinción.

No tanto porque su vida haya incluido episodios del todo dramáticos –después de volverse especialmente incómodo para el Gobierno, volvió a Kenia tras 22 años de exilio; quince días después, cuatro encapuchados le atacaron, le quemaron la cara y violaron a su mujer–. Sino porque su calidad literaria es elevadísima: pocos autores consiguen trasladarte al interior de una novela con tanta claridad como él lo hace. Pocos consiguen llevarte al mismo lugar desde el que escribe el autor, el centro de sí mismo, que es también el centro de la historia que cuenta. Otros escritores –Kadaré, Atwood, Kundera–, tal vez igual, pero desde luego nadie lo merece más.

A Rhodes le salvaron Bach y Chopin; a Sierra i Fabra Verne, Somerset Maugham y Ayn Rand. A Thiong'o, la campana, o quizá los dioses, aquella noche de agosto en 2004. Entonces, mientras oía los gritos de su mujer, intuyendo que nunca saldrían vivos de aquello, pensó que ya no había ninguna razón para seguir viviendo. Pidió que lo mataran; pero no lo hicieron. Tal vez ahora esos mismos dioses le ofrezcan una suerte de lejana y extraña reparación; o puede que, al menos, él reciba renovados argumentos por los que seguir vivo.