Hajar Raissouni, periodista marroquí, lleva tres semanas en la cárcel acusada de abortar. En Marruecos, a las mujeres que abortan se les aplica una pena de dos años de cárcel. Hajar ha sido obligada a someterse a pruebas médicas en un hospital público para comprobar que, efectivamente se ha sometido a un aborto.

En Marruecos, las mujeres que se han quedado embarazadas a consecuencia de una violación (o de veinticinco), son repudiadas por sus familias. Las mujeres que tienen hijos fuera del matrimonio no pueden alquilar una vivienda, ni trabajar. En Marruecos la norma es no denunciar las violaciones para así no menoscabar la reputación de la violada y de su familia. El 90% de las violaciones en Marruecos no se denuncian.

En mayo de 2018 se produjo la noticia de que, increíblemente, un tribunal había impuesto una pena sin precedentes a unos jóvenes por intento de violación a una menor. La habían grabado, lo vio todo quisqui, la que se hubiera liado si no les condenan. Porque lo habitual, si no ha habido penetración, o sea, rotura del himen (que es una cosa muy suprema y muy importante por aquellos y por otros lares), es que los de la tentativa de violación se vayan de rositas, así hayan reventado a hostias a la víctima. En este caso, la grabación fue para bien.

En Marruecos, no hay certeza sobre el número real de madres solteras, ni sobre niños abandonados, ya que el tráfico de niños es el pan nuestro de cada día.

Esta sarta de barbaridades y muchas otras para las que no hay espacio en esta columna se producen a escasos catorce kilómetros de nuestro país. O sea, nuestro valor como seres humanos se habría ido a la mierda si llegamos a nacer un poco más abajo. Ellas disfrutarían de sus derechos si caminaran justo en la otra orilla, en las hermosas playas de Tarifa.

Curioso que, estadísticamente, el número de niñas que sueñan con emigrar de ese país sea la mitad que si les preguntamos a los niños. La misma discriminación que las convierte en poco menos que felpudos humanos, impide que puedan soñar. El conformismo, que no la aceptación, es su única salida. Viven en una maraña de pobreza de las que no las sacará ni la prostitución a la que se ven abocadas. La patera es una alfombra mágica a la que no pueden aspirar.

Hace un par de días, un centenar de mujeres marroquíes se rebelaron, gloria al cielo Aleluya, se declararon todas delincuentes perdidas. Hemos fornicado fuera del matrimonio, hemos abortado. En un manifiesto publicado en Le Monde denuncian una situación que les afecta a ellas, pero contra los que todos, y no solo todas, deberíamos protestar. Porque la solidaridad no habría de depender de nuestra similitud con el sujeto martirizado. De hecho, nos manifestamos por las ballenas japonesas y juraría que tenemos más de humanos que de cetáceos. Casi todos.

Qué más da que la barbarie se produzca en Marruecos, en España o en Sebastopol. Porque los cabrones que las violan, nos violarían si pudieran. Violarían a nuestras hijas, a nuestras hermanas, si fuéramos nosotras las que viviéramos catorce kilómetros al sur. Porque nuestros serían los niños vendidos y nuestras las vaginas interrogadas.

El machismo, la desigualdad y sus consecuencias son cosa de todos, o deberían. Poco vamos a poder cambiar y, si lo conseguimos, será muy despacio, si solo nos interesamos por lo que atañe a nuestro mismo sexo y nacionalidad. Qué impotencia observar como, mientras un puñado de mujeres se la juegan, el resto del mundo observa impertérrito. Mientras les destrozan la vida a las que viven catorce kilómetros más abajo, nosotros debemos estar tranquilos. O no.