Joseph Knobel Freud asegura que el problema de los adolescentes es la soledad. Él debe de saberlo muy bien, ya que es experto en jóvenes y su apellido no es uno cualquiera. Pero, probablemente, este psicoanalista argentino se queda corto en su atinada apreciación, porque ese es también el gran conflicto que asalta a todo el mundo, sin que importe demasiado la edad.

Los niños buscan constantemente amigos, y se frustran si no los consiguen; los adolescentes buscan la aprobación de esos a quienes conceden importancia en su vida, y también se frustran si no la obtienen; la mayoría de los adultos anhela las dos cosas: amigos fiables y aprobación permanente.

Ahora que no es raro ver a un niño en un carrito empujado por sus padres y manejando una tableta casi tan grande como él, conviene recordar que Siri, Alexa y demás seres tecnológicos no se pueden considerar verdaderos amigos, aunque se les agradece que no decepcionen como a menudo lo hacen los reales.

No, los entes creados por Apple o Google no pueden incorporarse a la lista de nuestros mejores amigos. Al menos, de momento. Seguramente algún día esas dos chicas y las interminables relaciones irrelevantes que copan nuestras pantallas adquirirán otro rango por pura defunción de las relaciones humanas; pero ese punto, afortunadamente, aún no ha llegado.

La soledad es agotadora, sí, quizá por eso la eludimos con toda la contundencia que podemos. Esa es una de las razones por las que las apps que sirven para relacionarte con los demás tienen un éxito tan notable. Al final, ese “alguien con quien hablar”, en los momentos desesperados, puede acabar surgiendo del lado más extraño y menos frecuentado de la agenda. E incluso así, con toda su irrelevancia evidente, esos encuentros de otro modo improbables pueden resultar necesarios.

En otro tiempo no era así: se iba a las casas de los amigos sin avisar antes, se suscitaban reuniones en el bar sin haberlas programado con antelación, se sostenían conversaciones exclusivas con el interlocutor de ese momento. Ahora nadie ve una película sin el móvil en la mano, ni se puede evitar consultar con insólita frecuencia lo último que haya sucedido en el aparato. Estamos invadidos, somos nosotros los rehenes. Y no acabamos de darnos cuenta.

Y todo, para no sentirnos tan solos. Mucho antes de ese otro tiempo, escribió Nietzsche: “¡Huye, amigo mío, a tu soledad!”. Para el pensador alemán, como fue para el profeta persa Zaratustra de quien tan poco se sabe, la soledad aparece como un refugio, no como una mazmorra. Pero difícilmente hay quien lo pueda ver así en esta época tan dominada por la tecnología, donde cada vez parece más incierto poder disfrutar de momentos de recogimiento. O desearlos.

Joseph K. Freud, sobrino nieto del creador de psicoanálisis, considera la soledad como uno de los grandes desafíos que más desorientan los jóvenes a quienes, además, se les ofrece el mundo que contiene un dispositivo móvil demasiado pronto; para este psicólogo clínico instalado en Barcelona hace cuatro décadas, esa entrega tan precoz constituye “una barbaridad”.

El móvil nos conduce a un lugar mucho más solitario, por mucho que parezca lo contrario, del mismo modo que las relaciones banales no alimentan, como también pudiera parecerlo, sino que atormentan. La soledad hay que anestesiarla sin pantallas, y con toda la valentía. Solo así se la puede observar cuando se va, tan escurridiza y malcriada como la felicidad. Ambas se manifiestan con mayor luminosidad en el mismo instante: cuando desaparecen, a menudo sin hacer el menor ruido.