Pedro Sánchez no sería el primero en provocar unos comicios electorales sin tener la imperiosa necesidad de hacerlo y luego perderlos. O las elecciones o, más probablemente en su caso, la posibilidad de gobernar después de conocer los resultados electorales del próximo 10 de noviembre.

Por mucho que Albert Rivera haya arruinado al menos una parte de sus opciones con su última insensatez, tan precipitada como ineficaz, tan opuesta a sus propias teorías -pero, ¿no eran una banda que se repartía un botín?- y tan sonrojante para sus partidarios, la indiscutible -y también bochornosa, para muchos-, incompatibilidad entre los partidos de la izquierda hace pensar en un crecimiento de la abstención, por el lado de la izquierda, de formidables dimensiones.

Pablo Iglesias, con sus demandas desorbitadas y su cansino espectáculo mediático, lastrado tal vez por creerse más grande y esencial de lo que es, previsiblemente también sufrirá en estos comicios. Suya es parte de la culpa de que España continúe en desgobierno; suya es la responsabilidad, o la corresponsabilidad al menos, de que la izquierda no solo no se entienda, sino de que sus representantes, teóricos aliados, se golpeen donde más duele, en la línea de la confianza, cada vez que tienen la oportunidad de hacerlo.

Los votantes del PSOE y de Unidas Podemos se encuentran mucho más cerca entre sí de lo que lo están los líderes de ambas formaciones, y eso indigna a buena parte del electorado susceptible de apostar por cualquiera de estas dos opciones. Muchos ciudadanos tradicionalmente defensores de las ideas de la izquierda, hastiados, probablemente no acudan a esta nueva cita del 10-N.

A Pablo Casado se le abre así una oportunidad única. Rivera, sin rumbo fijo, con una flexibilidad que supera cualquier atisbo de coherencia, ha perdido mucho fuelle. Estuvo a punto de gobernar antes de que cayera Mariano Rajoy y ahora, gracias sobre todo a sus sorprendentes e imaginativos bandazos, se encuentra a un paso no demasiado grande de la irrelevancia política.

El presidente del PP, por su parte, ha cometido pocos errores en los últimos tiempos. A veces las más extraordinarias victorias llegan -que se lo pregunten a Rajoy- por no arriesgar, o al menos por no equivocarse demasiado. No cabe duda de que la volatilidad de Ciudadanos puede beneficiar notablemente a los populares en la convocatoria de noviembre.

“No lo hemos conseguido”, dijo Meritxell Batet, la presidenta del Congreso. No, no lo han conseguido. La XIII Legislatura apenas ha tenido cuatro meses de vida. Ahora, en medio del cansancio y de la frustración de numerosos ciudadanos, todos los partidos deberán someterse a un nuevo examen. Igual suspenden todos, sacudidos por una desmovilización tremenda.

Los grandes líderes de los partidos mayoritarios pueden sumar esta cita electoral a su listado de fracasos. La ciudadanía ya votó a finales de abril; que de su decisión no se haya podido configurar un Gobierno parece un despropósito que en absoluto sirve para contribuir a que se renueve la imagen de los políticos, y mucho menos motiva para seguir votándolos.

Estas elecciones pueden, de algún modo, marcar el camino de regreso al pasado. Los nuevos partidos parecen sucumbir ante la fortaleza de los viejos, que aparecen como cada vez más claros receptores del voto útil en el que todo el mundo piensa para dar por terminado, de una vez, este larguísimo año en el que no tuvimos Gobierno.