La alcaldesa, tras deliberar consigo misma, decide que no importa que la designada para un cargo de confianza, con una remuneración de medio centenar de miles de euros de dinero público al año, sea su propia hermana. También decide, al cabo de un examen análogo, que no importa promover a su tío a otro cargo municipal, con sustancioso aumento de sueldo. De modo que pone en marcha los decretos pertinentes y los firma.

Cuando la oposición y sus socios de gobierno reparan en ambas designaciones ponen el grito en el cielo, lo que parece, sorprendentemente, que sorprende a la alcaldesa. Se mantiene en sus trece, e incluso justifica sus decisiones en que es lógico que sitúe en puestos de confianza a personas en las que confía a pies juntillas y que están capacitadas para ellos. Que sean parte de su círculo familiar, consanguíneos en segundo y tercer grado, respectivamente, es un detalle que no tiene importancia.

En el blocao así levantado para mantenella y no enmendalla se atrinchera y resiste durante unos cuantos días. Protagoniza declaraciones cada vez más morrocotudas, en las que aflora la inconsciencia sensacional con que procede y razona, respecto de la percepción que el común de los vecinos tienen, y no podrían dejar de tener, de semejante alarde de nepotismo por duplicado

Que no haya leyes que lo prohíban —cuestión opinable: cuando menos hay alguna que otra que lo desaconseja— no quiere decir que sea una conducta ética con arreglo al criterio predominante en la sociedad a la que se le pretende hacer tragar —y pagar— semejante rueda de molino. La alcaldesa lo constata, y aun así se reitera en su excelentísima convicción: eso no importa.

Hasta que desde su propio partido, viendo que a la ética no parece en exceso receptiva, le llaman la atención sobre la poca estética de su conducta. Eso la hace dudar, aunque no se rinde. Es en el acto del pregón de las fiestas, normalmente ocasión de lucimiento de todo preboste municipal que se precie, cuando se da cuenta de que la ética, la estética y el sentido común refutan la intrascendencia que se empecina en darle a su decisión.

En lugar del agasajo del vecindario, recibe un sonoro abucheo, que la pone ante la magnitud de su tropiezo y su despropósito. Claro que importa darle a una población apurada y depauperada la impresión de que uno aprovecha al cargo público para repartir los euros del erario entre la familia y mejorar su fortuna.

Puede agradecer la alcaldesa el abucheo que disipa la nube en que vivía y que soluciona sus problemas de percepción, ya que ha demostrado ir por la vida con una laxitud ética y estética que no será cosa de un día corregir. Gracias al aviso del pueblo, tiene aún mandato por delante para hacérselo perdonar.

Es buena ocasión para recordar que no hace mucho la alcaldesa de un municipio más grande y cercano no se vio forzada a deshacer nombramientos similares en su círculo de parentesco —también dijo que no importaba y nadie supo disuadirla—. Es bueno, también, anotar la circunstancia de que la alcaldesa en cuestión perdió en las siguientes elecciones la mayoría y tuvo que dejar la vara a otro. Algo debió de pesar el gesto de destinar a la familia dinero del contribuyente. Que importa, señora alcaldesa.