San Sebastián es una de las pocas ciudades civilizadas que sobreviven en Iberia. Está prohibido tomar helados en el autobús y hay una noria clavada en el centro por si alguien quiere darle vueltas a algo. Dos claros ejemplos de que allí todavía se protege la contemplación. Sólo un lugar tan bonito podía dar la batalla contra la deshumanización de lo humano.

El carril bici se venera con una religiosidad al borde de lo fanático. O dicho de otra manera: sobre dos ruedas se huele y se escucha la calle mucho mejor que sobre cuatro. Encaramado al sillín, bastan dos o tres horas para dejarse conquistar. Pero San Sebastián, como esos amores que duran toda la vida, funciona cuando el encontronazo adquiere rango de semana, mes, año, década...

Es Donosti cuando se la quiere canalla, rápida, en un bar de Gros, con la tabla al remojo y unas cuantas olas en la mochila. Es San Sebastián cuando el festival de cine palpita a punto de empezar, con sus vestidos de fiesta y su desmedido aburguesamiento. Es Donosti cuando ese tipo, el mismo de siempre, dibuja en la arena con un palo: "Mayo del 68". Es San Sebastián cuando la barandilla blanca de La Concha, henchida de belleza, le tira los trastos a la isla de Santa Clara. Vuelve a ser Donosti cuando los botellines de cerveza rocían el atardecer más hedonista, ése que sólo es posible una vez tomado el polvorín de Urgull. Ahora, de nuevo, San Sebastián: se hace de noche en los jardines de Alderdi Eder... basta con entornar los ojos para sentirse en los Campos Elíseos. Y es, al fin, ambas cosas cuando Karmelo C. Iribarren la cincela con la vista puesta en la cafetería del Hotel Londres: "Qué hago/mirando la lluvia/si no llueve".

La ciudad está más guapa cuando los bancos tienen esas tres o cuatro gotas encima, que son como la saliva con la que una madre doma el pelo del hijo justo antes de salir de casa. La ciudad está de muerte cuando el agua se acumula en el suelo de las calles viejas y refleja luces amarillentas. La ciudad conmueve cuando padres y abuelos suplican al tendero para que no cierre las atracciones de Igueldo: "Va a parar dentro de nada, espere un poco". Ese parque en la cima, hechizado de no sé qué, hace niños de repente a todos los que pasaron allí un día de infancia.

En San Sebastián tiene que llover para que su techo se llene de paraguas. Así los dioses comprueban, desde arriba, que su perla está viva. En Donosti debe llover para que el camino de la ría se quede vacío y alguien pueda escribirlo en un papel. 

Los lugares son como se recuerdan. Y siempre hay una escena en San Sebastián que conecta al cerebro con el corazón. Todas son diferentes, pero en todas está lloviendo. Por eso los que la quieren, cuando la miran, guardan silencio y se ponen a cubierto. Aunque no caiga ni una gota. "Es imposible -piensan- que tanta belleza siempre salga indemne de la tormenta".