Cuando hace unos meses Luis Enrique dejó su puesto en el banquillo de la selección nacional, todo el mundo intuyó que algo grave pasaba. Nadie renuncia así como así a entrenar a un equipo que fue campeón del mundo. Nadie abandona la carrera hacia el éxito de una forma tan abrupta, tan repentina, tan inesperada. Supongo que por eso se hizo el silencio y todos tuvimos el buen juicio de no hurgar en los motivos de su marcha. Ahora sabemos que Luis Enrique dejaba de dirigir a los chicos de la Roja para cuidar de una niña de siete años, su hija Xana. Cambiaba los estadios por una habitación de hospital. La rutina de los entrenamientos por el vértigo de las reuniones con los especialistas médicos. Los diagramas de juego por los papeles del diagnóstico.

Hace unos días, la hija de Luis Enrique se murió. Yo no tengo hijos, y por eso no puedo imaginar lo que tiene que sentir ahora ese padre. Puedo, quizá, intuir el desgarro, como soy capaz de bosquejar ciertos tipos de sufrimiento físico que uno imagina con la piel erizada y los dientes rechinando.

En medio de la devastación por la pérdida, supongo que queda a Luis Enrique el tibio consuelo de haberse entregado a su hija en estos meses. Como alguien que ha vivido en propia piel la enfermedad y la pérdida de un ser amado, sé por experiencia que esta etapa habrá estado llena de miedos y de tristeza, pero que también habrá habido momentos luminosos de alegría, quizá hasta de esperanza. Esos momentos – sólo quienes los han experimentado podrán entenderme – ejercerán para Luis Enrique y los suyos una curiosa función: al principio servirán para atizar la pena (no hay mayor dolor que recordar los tiempos felices en la desdicha, escribió Dante); pero, a medida que avance la vida, se convertirán en los andamios sobre los que levantar de nuevo la felicidad pasada. El hombre atribulado que hoy es Luis Enrique bendecirá en un futuro el instante en el que decidió dejarlo todo para sentarse junto a la cama de enferma de su hija, y cada beso, cada caricia que le prodigó en estas semanas servirán algún día para atenuar su pena.

Sé por experiencia que es imposible consolar a un padre que ha perdido a su hijo. Nada de lo que se pueda decir o hacer sirve de ayuda. A Luis Enrique y a los suyos sólo puedo desearles un poco de paz para vivir su duelo. Y después, cuando el tiempo empiece a hacer su trabajo, recordarles que la reconstrucción de su familia es una obligación que tienen consigo mismos… y con el recuerdo de la pequeña Xana. Volver a ser felices será, sin duda, el mejor homenaje a su niña querida.