Ángel tiene un bar en una de las calles más céntricas de Córdoba, rebautizado en algún momento entre 1992 y la actualidad como El Angelillo, tapando el nombre real, Casa Alhaken, con el diminutivo que cae sin rozarle a este hombre que es la trinidad de los barmans de siempre: propietario, camarero y antipático. De los tres cargos, ser borde es su favorito, un talento que sólo conservan algunos hombres que se pasan la vida solos detrás de la barra, olvidado por los jovencitos tatuados que nos hacen sentir especiales dejando caer su condescendencia de contemporáneos en los restaurantes de moda.

Prefiero la actitud de Angelillo, que ha colocado una frontera entre el bebedor y él, matando el tiempo rodeado de chacinas y botellas de alcohol, viendo la NFL en invierno y reposiciones de CSI veraniegas mientras da la espalda al cliente. Fanático del orden, se hace el sordo si la televisión está interesante, inoculando la duda en el más decidido, rebajando la excitación de pedir la primera, manejando los tiempos de los borrachos. El local tiene baño unisex, pequeño y oscuro, que sirve también como almacén. Hace años perdí cinco euros ahí dentro porque no fui capaz de encontrar el interruptor y, por lo tanto, tampoco el papel higiénico. Habrá elegido los tubos fluorescentes de fuera por mandar un mensaje claro contra el confort, y las conversaciones surgen aunque posiblemente se queden a medias.

Acecha Angelillo detrás de las mejores copas de la ciudad, ese núcleo ausente, frío e inerte de la Andalucía interior, y eso es suficiente. A tres euros y medio el vaso, Ángel abre su local para satisfacer nuestra necesidad de forma exacta, sin mostrar interés por nada, custodiando el trasiego de sedientos que pastan en su establecimiento. En la calle sólo permite susurros, la gente no levanta la voz, y hablamos más con la mirada que con la boca, desarrollando el lenguaje de los sobreentendidos.

La asepsia del servicio tiene una fisura: cuando hay que irse. Entonces entona un "señores" que deja colgando en esa sonrisa que es más bien una cicatriz. Repasa nuestros zapatos con la fregona antes de cambiar de barra, pasándose a Moriles, otro bar mítico fijado al espíritu cordobita, donde agota la noche con los auriculares puestos, cenando a las 3 o las 4 de la mañana sin escuchar a nadie, siendo el cliente que siempre le habría gustado tener. En cambio, estamos nosotros y unos cuantos más jóvenes y no tanto, escapando de las cenitas y el cardamomo. Me gusta pensar que abrió el negocio como tapadera para acabar en su bar favorito sin tener que explicarlo en casa.

La fauna cani, en peligro de extinción desde que se impusiera la estética viceversa, regenta ahora la discoteca más cercana y ha cambiado el ambiente de la calle. Los coches le derrapan en la puerta, que es como hacer un trompo dentro de la Mezquita. Ángel se quejaba el sábado de que le iban a espantar la clientela, estaba todo perdido, decía, un drama, asegurándonos que seguía abierto porque justo habíamos llegado, que no podía permitir que ya no pudiéramos hablar tranquilos en la calle, que no había necesidad de eso, señalando la gentrificación inversa que lo amenaza, sin caer en la cuenta de que El Angelillo-Bar Angelillo-Casa Alhaken ha sobrevivido 27 años a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo.