Desde que he dejado Twitter respiro mejor, mejoro los tiempos en las rampas con la burra en La Morcuera, saboreo el cine, me han desaparecido las arrugas y sonrío a las niñas guapas de Argüelles. Porque llega un momento en que hay que dejar que sea la red social la que se cueza en su propio caldo. Los odiadores precocinados siempre estarán ahí, agazapados en teorías conspiranoicas y vestidos de negro. Un gran poeta contemporáneo me lo describió en un concierto que dimos en un piano-bar: "toda conducta humana obedece a una falta de cariño".

La cosa es que hace bien Marcos de Quinto -conquense universal- en ir cantándole las cuarenta a Óscar Camps, marinero de agua progre, un César Cabo náutico y catalán que se nos ha hecho el desobediente y todo un oficial y caballero sin galones ni nudos náuticos. Y hay que verlos a los dos, a De Quinto y Camps, frente a la mar bravía de Espronceda y frente a toda la farfolla tuitera y humanitaria que le quiere despeñar, a De Quinto, por las hoces del Júcar.

Yo, como he muerto en Twitter, veo estas polémicas y pienso en qué mal lo ha hecho Europa para que nos salgan Camps y otros justicieros a darnos lecciones de moral cuando va de suyo que acabarán siendo rescatados como ministros y que, entretanto, tuitean cuanto rescatan y le van colando goles a Sánchez, que ya es decir. 

La bronca de De Quinto con el Open Arms, el sostenella y el enmendalla -poco- del de Cs, nos da como una razón más para creer en estos tiempos en que nos dicen por narices por dónde ha de soplar el mistral. Los odiadores de De Quinto le escupen a uno de los pocos españoles que no ha mamoneado de las autonosuyas. Ese odio a De Quinto y ese pintarrajear cajeros de Serra son el reflejo de una infancia no superada de la sociedad española. Lo explican Freud y la falta de una buena mili.

Los niños de hoy ya no quieren ser princesas, ni liarse el petate, ni irse a Atlanta, ni aprender inglés y defender la sanidad pública. Ahora la muchachada talludita se conforma con verterle mierda a todo lo que huela a liberalismo y a recoger del Mediterráneo un muerto, un refugiado, o los plásticos del capitalismo: lo que toque. Todo virtualmente, claro, como en un Candy Crush vagamente zurdo.

En España se odia al que cumple el sueño americano, un De Quinto, un Plácido, un Julio. Los frikis de hoy ya odian a Tarantino por ponerles frente al espejo del pensamiento de Dolera y Bardem (Dolera hablando de empatía es drama puro, como López Vázquez en Mi querida señorita).

Sucede que hoy los poetas de la experiencia siguen con los semáforos tristes y llorando de mentirijilla a Lorca. Érase una vez en España y en los que odian a De Quinto...