A finales de la primera mitad del siglo XIX, España dio un paso de gigante para configurarse como un Estado moderno, con unas comunicaciones y unas relaciones económicas dignas de esa condición, previo el cumplimiento de un requisito esencial: garantizar en una mínima medida el imperio de la ley, esto es, los derechos y las libertades, la seguridad de personas y bienes. Hasta ese momento, la ley y su mandato estaban a merced de una pléyade de caciques y bandidos, que a veces eran caciques y bandidos -o jefes de bandidos- al mismo tiempo. A partir de entonces, se les puso más cuesta arriba a estos libertarios hacer de las suyas y sustraerse a la acción y el poder de un Estado que empezó a existir de forma efectiva en todo el territorio, incluidos los más pequeños y aislados núcleos de población.

Hay quien ve mal que el cumplimiento de las leyes se pueda exigir y padece nostalgias románticas de individuos con patillas y trabuco que ponían a los poderosos en su sitio. Los españoles del siglo XIX, que sufrieron a esos tipos sin piedad, no vieron nada mal que alguien trajera la seguridad a los caminos y les permitiera prosperar y salir de la Edad Media. La prueba es que, en apenas una década, los miembros del cuerpo armado de cuya mano vino aquella transformación, la Guardia Civil, gozaban del respaldo de conservadores y revolucionarios y de la estima de una población que veía como agua de mayo la presencia de una casa cuartel y temía como a un nublado que se la quitaran.

En la España de la primera mitad del siglo XXI el campo se enfrenta a un fantasma casi tan devastador como el bandidaje y la anarquía que padecía a principios del XIX: la despoblación. Para contrarrestarla, la Asociación de la Escala de Suboficiales de la Guardia Civil (ASESGC), asociación profesional representativa de los suboficiales del cuerpo, ha propuesto que se refuerce su despliegue rural, incrementando las plantillas de los pueblos más desguarnecidos -para salir así al paso de una inseguridad y una desaparición del Estado que alientan la desertización- y ampliando en consecuencia la del conjunto del instituto en unos 50.000 efectivos. Habrá quien lo vea como una reivindicación corporativa y un gasto público improcedente. No faltará tampoco quien lo tome por execrable expansión del Estado policial.

Y sin embargo, tiene algún sentido. La presencia firme y no indigente de la Guardia Civil, una organización sólida y más que comprometida con los derechos de la ciudadanía, como lo prueban su actuación contra los abusos del poder -véase lo hecho en operaciones como la Púnica, los ERE o el saqueo del tres por ciento, contra siglas de todos los colores- y la nota que recibe en todas las encuestas como institución pública más valorada, lanzaría un claro mensaje de apuesta por esa España vaciada de la que todo el mundo habla pero por la que nada se hace.

La incorporación de esos guardias civiles y sus familias le aportaría vida y seguridad, y el gasto público que supondría se podría recuperar, en buena medida, gracias al flujo de riqueza y actividad que esa nueva población inyectaría en el depauperado mundo rural español, como posible cabeza de puente de otros moradores. No parece que las medidas que se han tomado hasta la fecha hayan resultado mucho más -o nada- efectivas. Y si quieren, que hagan la prueba de preguntar a los interesados, los que aún viven en nuestros pueblos. A ver qué responden.