Hace décadas el establishment catalanista en su sección filológica se dio de bruces con un problema con el que no contaba y que podía echar por tierra su labor de apostolado: En los territorios de los por ellos llamados Países Catalanes existían ciertas personas que a pesar de ser de la tierra y hablar la “lengua propia” de forma habitual, defendían el derecho de los castellanoparlantes a utilizar el español e inclusoempleaban esta lengua cuando les daba la gana. Se acuñó entonces, dentro de su sociolingüística el término “autoodio” para definir la actitud contumaz y poco patriótica de estos perjudiciales sujetos.

Pero antes había sido necesario negar que en esos territorios fuese posible el bilingüismo, por más que salvo en las zonas rurales –y aún en ellas- hubiese sido la práctica habitual, y sustituir el término por el de “diglosia” que implicaba una situación de dominio –por política, por prestigio, por lo que fuera- de una lengua sobre otra.

¿Por qué bilingüismo no y diglosia sí? Una vez más la “ciencia” se ponía al servicio de la política para construir un relato en el que la lengua impuesta se convertía en una herramientamás de opresión. Y de paso, a quien siendo autóctono no supiera verlo, se le aplicaba el término autoodio y ya no había más que decir.

Esto que fue en la cuestión de la lengua catalana, es aplicable ahora mismo a cualquier causa o bandera de las que se ha apropiado la progresía. Sea el feminismo, el género, el ecologismo, las políticas sociales, la nutrición o los animales de compañía.

Primera premisa: no importa lo que corra o lo loca que le parezca, siempre llegará tarde a la última tendencia en cualquiera de esos campos. Y llegar tarde, no utilizar el vocablo adecuado, ese que se ha aprobado en el último concilio-seminario en el que se deciden estas cosas, además de hacerle parecer desfasado implicará que no conoce el tema y que, por tanto, no está autorizado a hablar de él.

Pero hay algo muchísimo peor que no estar al día en la terminología o en las tendencias al uso. Algo que la nueva Inquisición califica de pecado nefando: el negacionismo. Es decir, poner en duda uno, muchos o cualquiera de los axiomas que esas tupidas ramas de las ciencias sociales van generando. Cuestionar por ejemplo la incidencia de según qué sobre el cambio climático –fíjese que ya no hablo de negarlo, eso sería suicida-, la brecha salarial entre hombres y mujeres, los datos sobre la pobreza en España, las bondades del reciclaje, del veganismo o del Open Arms.

Hablar de “negacionismo” implica sortear el derecho del otro a la libertad de expresión sin parecer autoritario aunque a la postre uno lo sea, y mucho. Se pone al mismo nivel al que osa dudar de un informe de “expertos” de la ONU de quienes sostenían que la Tierra era plana o de los creacionistas. Es cierto que la comparación puede parecer exagerada, pero como sostienen los nuevos apóstoles de la corrección política, lo que antes parecía una locura, ahora es una verdad irrefutable, así que todo se andará.

Pero aún hay otro término con el que definir a los que no se ajustan a la ortodoxia. Se trata de la “banalización” que se da cuando, sin negar la premisa principal –la violencia contra las mujeres, por ejemplo- y aceptando su extrema gravedad, alguien se permite sugerir otro tipo de respuestas o de acciones para acabar con el problema, distintos a las que establecen los nuevos prescriptores – santos laicos como la niña Greta o asociaciones beatificadas por la Administración- .

Y así, si al que niega la brecha salarial entre hombres y mujeres se le compara con los que dicen que descendemos de Adán y Eva, a quien imagina otra manera de abordar, por ejemplo la violencia contra la mujer, se le pone a la altura de quienes banalizan el Holocausto. En cualquier caso implica la desautorización del que propone algo distinto porque decir que banaliza la cuestión equivale a decretar que no le importa.

Lo cierto es que sea en el feminismo, el ecologismo o en cualquiera de los ismos que se han ido introduciendo en la agenda política, sugerir un cambio en lo canónicamente establecido, implica generalmente alguna consecuencia económica para los colectivos que dominan la doctrina y la liturgia y, además, una pérdida de poder.

Sólo así se entiende la rabia con la que se revuelven cuando por ejemplo, la derecha aborda en Andalucía la violencia contra la mujer con una campaña en la que la clave es la esperanza y no sólo el drama. Entonces surge la voz de la oficiante de turno que exclama: “hace quince años que ya no se utiliza la palabra maltrato”. Y una se pregunta si el cambio de nombre ha servido de algo y si en esos quince años el número de muertes se ha reducido. Y la respuesta es no.

Todos los colectivos buscan que se criminalice por ley cualquier variación de la ortodoxia. Ese es su mayor logro. Les evita tener que andar buscando continuamente argumentos con los que apoyar sus tesis. En el momento en que en la ley que sea se penaliza el negacionismo o/y la banalización, ya no necesitan justificarse, sólo cobrar.