Me manda un amigo un enlace que habla sobre la campaña contra la violencia de género de la Junta de Andalucía.

- ¿Qué opinas sobre esto? Es un tema muy tú.

Yo, que no entiendo nada:

- ¿Un tema muy yo?

- Sí, por cómo ayudas a quien te lee a salir de situaciones de mierda.

Claro, yo me he emocionado mucho. Ojalá sea verdad. El caso es que, a veces, ver tu situación descrita en una pantalla, junto a las situaciones de muchas otras que son como tú y sufren como tú, se convierte en un respiro que, quizás, sea el primer paso para, efectivamente, salir de una situación de mierda.

Sobre la susodicha campaña se ha dicho de todo: que si son modelos de bancos de imágenes, que si sonríen, que si son malos tratos o violencia de género, que si lo están convirtiendo todo en una guerra política vergonzosa... Cansino todo y, sobre todo, absolutamente inútil. Ninguna de esas observaciones llega al verdadero problema, ni de la campaña ni de la realidad social.

Qué más dará la forma si ni siquiera vislumbran el fondo. Cómo ayudar a alguien si no se plantean cómo ha llegado ahí ni cuál es la manera de salir de ese pozo sin fondo. Devánense un poco el coco, señores. Hablen con esas mujeres, con sus terapeutas. Investiguen cuál es la maldita chispa que permite que se sometan a sus verdugos. Luego hablaremos de esos cabrones, a ver qué hacemos con ellos.

Lo primero, como en cualquier otra enfermedad, es la prevención, que solo puede darse en forma de educación socio-emocional. Una persona con una autoestima sana, unos valores claros y un concepto correcto de sí mismo y del amor, está vacunada contra el radar del maltratador.

Cómo es posible que en las escuelas se estén impartiendo clases de chino, de robótica, de ajedrez y que, en prácticamente ninguna, se considere obligatorio el estudio de esto que somos y de cómo funcionamos. Una pena, porque el verdadero éxito en la vida consiste en gestionar debidamente las emociones y los límites.

Lo segundo, cuando el yugo del maltratador ya se cierne sobre ellas, de poco sirve animarlas a que denuncien. Es como contarle al que aún está en la casilla de salida que a 300 kilómetros encontrará la meta. No ve la meta, no sabe dónde está, ni cómo llegar. No cree que le den las fuerzas.

Qué me estás contando de meta, ni de denuncia, si no sé ni quién soy ni cómo he llegado aquí. Si el miedo me devora las veinticuatro horas del día.

La soledad, el pánico, la ansiedad, ni una pizca de autoestima, la desesperación ejercen de barrera entre la maltratada y la denuncia. Y lo único que puede eliminarla es la terapia psicológica. Algo de lo que no se habla en ninguno de esos carteles. Algo que existe, pero a lo que no saben cómo llegar porque es muy caro, porque no sé que en el centro de la mujer me pueden prestar ayuda, porque no sé que la necesito, que es la única salida ante este círculo vicioso y devastador.

Terapia para colocarte en tu eje, para recordarte que eres valiosa por el mero hecho de existir y que nadie tiene derecho a disponer sobre tu cuerpo y tu mente. NADIE. Eduquemos en la naturalidad y en la necesidad de la terapia, abracemos con ella a quien la necesita: antes, durante y después. La denuncia será una consecuencia de todo ello.

Lo tercero: el entorno. Qué hacer cuando en mi vecindario, en mi familia, en el supermercado sospecho que se está dando una situación de maltrato. De nuevo, no necesitamos mensajes de ánimo, sino mensajes informativos. Por aquí se empieza. Aquí tienes que llamar. Esto es lo que tienes que hacer y esto es lo que pasará cuando lo hagas. Es tu deber y tu derecho. Mañana podrías ser tú.

Lo último, por deplorable: el maltratador. Desgraciadamente no llevan un cartel disuasorio, pero sí son fáciles de identificar si esa educación socio-emocional ha funcionado, si la terapia ha hecho su trabajo. Son sota, caballo y rey. Todos igualitos, los muy desgraciados. Una primera mirada amenazante, una primera crítica, un primer manotazo a tu libertad.

Si nuestro mecanismo tuviera las antenas en su sitio, sería el primero y el último. Pero el maltratador huele nuestras grietas, mete sus dedazos en ellas y nos convierte en pedazos de lo que un día fuimos. Podemos reconstruirnos, pero habremos visto lugares de la vida que nunca deberían ser explorados. Evitémoslos.