Hace unos días, Netflix estrenó un documental sobre Parchís, aquel grupo de chavales cuyas canciones amenizaron los cumpleaños de todos los que nacimos en los setenta. Existe un morbo extraño en el hecho de comprobar cómo son sus caras en la actualidad, a qué se dedican, si son juguetes rotos o si el maleficio no funcionó en su caso.

Nos gustaría saber si fueron niños explotados (aunque el hecho de que, en efecto, fueran niños y que, en efecto, trabajaran, ya da una pista), si el pastón inmenso que generaron en aquellos años fue a parar a sus manos o, como suele pasar en estos casos, las ganancias se repartieron entre padres e industria discográfica. Unos trapos sucios sobre si se llevaban mal o bien serían la guinda del pastel junto con la confesión sobre los posibles romances endoparchísticos.

La verdad sea dicha, sacian nuestras ansias de cotilleo, tocan todos los palos necesarios para que funcione el boca oreja: que si Tino y Yolanda se besuquearon, que los chavales no han visto un duro, que andaban totalmente descontrolados por hoteles de cinco estrellas latinoamericanos y que hablaban con sus padres solo una vez al mes. Pero, ojo, todo muy por encima y sin mojarse. Nada escandaloso, qué pena.

Lo más llamativo, así a bote pronto, sería que Tino se enrollaba, no solo con chavalitas del público, que también, sino con sus madres. A Yolanda y Gemma, las niñas, había que controlarlas especialmente porque algunos empresarios las miraban con ojos libidinosos en las fiestecitas que se montaban para celebrar los triunfos del grupo. Asquito máximo.

A mí, lo que me deja los vellos como escarpias, no es que un rebaño de managers y empresarios sin escrúpulos vampirizaran a los parchises, cabrones los hay en todas partes, sino que los padres, que en el documental aparecen como seres inocentes, ignorantes, confundidos, permitieran que niños de ocho años faltaran al colegio un curso entero, viajaran durante cuatro meses seguidos y vivieran en una burbuja insana incluso para algunos adultos. Señores, no engañan a nadie, estaban hambrientos de un éxito malentendido y les daba igual si los huevos de oro eran los de sus propios vástagos.

No hace falta tener hijos para definir ese panorama como tristísimo, ni es necesaria mucha memoria para recordar numerosos ejemplos de niños que no han sido niños, que mientras les llenaban los bolsillos a otros, se vaciaban a sí mismos sin remedio dejándose la infancia en platós, plazas de toros o salas de conciertos. Con suerte, algunos sobrevivieron emocionalmente a la vampirización y al hostión posterior.

Cómo es posible que nadie ponga fin a semejante despropósito: un misterio. Habría que echarle un ojito a la Ley de Protección del Menor. A la de los setenta y a la de ahora. A la de nuestro país y a las del planeta entero.

En un momento dado, alguien dice en el documental que "Lo mejor que les ha pasado fue a los catorce años". Como si la felicidad máxima consistiera, sin lugar a dudas, en llenar estadios, en tirar muebles de hotel por la ventana o en follarte con quince años a tías de treinta y cinco. O en que una panda de facinerosos se forren a tu costa. La felicidad es un terraceo con los amigos, un viaje de fin de curso a Santander, el día de tu treinta cumpleaños o la comida de Navidad en la que te juntaste con todos tus primos. 

Lo mejor de la vida es dormir en sábanas recién lavadas, comerte un helado de chocolate, llorar y reír viendo una película, bailar hasta el amanecer. Lo mejor de la vida es saber que lo mejor de la vida está por llegar.