Las causas defendidas por Carmen Calvo se echan a temblar cada vez que decide explicárselas al mundo. La vicepresidenta tiene una habilidad que la hace diferente al resto de sus compañeros: no es capaz de hablar sin decir nada. Sería la gran política que anhela el país si dijera lo contrario de lo que piensa. Sin embargo, avanzados sus discursos, aparece siempre un pitido, como una alarma para ponerse a cubierto, que avisa de la llegada de la estupidez igual que llegan los trenes a la estación. Se nota en la forma de dirigirse a los que escuchan, en algún gesto, los guiños, un leve parpadeo, esa sonrisilla orgullosa de estar levantándole las faldas a ciertos argumentos.

A veces son imperceptibles y siempre hay que lamentar algunas víctimas, dos o tres activistas atropellados por la fuerza increíble de su generosidad liberada. A Carmen Calvo no le pesa desgranar su pensamiento en pequeños ensayos hablados por los que gotea algo con el color de la idiotez. Se muestra paciente con su audiencia. Pone la pose de profesora. Enmascara el acento. Prepara el terreno para plantar el mapa del polígono industrial abandonado que tiene dentro de la cabeza. Las ideas van perdiendo fuerza mientras las pronuncia, construyendo el gran artefacto viral que destruye cualquier estrategia. Tiene ese talento. Le pasa un poco como a estas columnas: era genial antes de verlo escrito.

El otro día desengañó al feminismo. Dejó a la mitad de las mujeres fuera, suponiendo que haya mujeres de derechas, que es mucho suponer. Esquivar a las mujeres coincide con el machismo. Lo explicó haciendo un mansplaining de libro, un ejemplo práctico perfecto que debería aparecer en los folletos de los centros cívicos. “No, bonita”, es la decantación de la sociedad heteropatriarcal en la que vivimos, según las feministas más leídas. Y es verdad, “no, bonita” encaja con muchas situaciones. “No, bonita”, se aparca así. “No, bonita”, eso se llama balón. “No, bonita”, vas demasiado corta. “No, bonita”, ser feminista es esto.

Carmen Calvo es como esos monstruos extraterrestres que aparecen en Men in black escondidos en la oficina de correos, disfrazados de carteros. Se comunican con un lenguaje secreto, como Carmen Calvo, que no rapea pero dice muchas tonterías que también tienen un ritmo con el que se van solos los pies, lo más lejos posible de sus planteamientos. El feminismo, si es la isla que cree la ministra, tiene a un hombre blanco, cishetero, privilegiado a tope, de mediana edad, haciéndose pasar por Carmen Calvo, de la que ya sólo queda el pellejo que recubre al hombrazo que piropea mientras alecciona a las mujeres. Es muy simpática esa actitud de la mano derecha de Pedro Sánchez. A veces me recuerda a Mario Vaquerizo. Y hemos tenido muy mala suerte: el personaje que toma decisiones representando a millones de personas no usa guión.