Una persona se tumbó el domingo por la noche en algún tramo de la vía ferroviaria que va de Badajoz a Madrid. El convoy llegó a Talavera con diez minutos de retraso, supongo que el suicida también miraría la hora. Nos montamos confiados, bromeando sobre la leyenda negra del tren en la ciudad, sustentada por los retrasos, accidentes y complicaciones inexplicables que mantienen la confianza de los viajeros pegada a la estrechez del autobús.

A los chiquillos que nos criamos viviendo la expansión de la alta velocidad gracias a la Expo, viajar en tren nos parece el símbolo de comodidad definitivo: va rápido, no hace demasiadas paradas y las estaciones están situadas en el centro de las ciudades. En Córdoba se aspira a coger el tren, poder pagar un billete es el primer escalón de la independencia. En Talavera aspiran a no cogerlo nunca.

El maquinista hizo sonar la bocina antes de cumplir la primera hora. El pitido del tren anuncia algo extraño porque los trenes viajan siempre solos, por turnos, con la coreografía de las atracciones. Insistió algunos segundos, después no hubo nada más, ni siquiera un traspiés en la marcha, un leve movimiento, el tren siguió su paso sin interferencias como una cortadora de césped.

En el interior del último vagón no sentimos nada. Paró un poco más adelante, a varios metros del arrollado, o de lo que quedara de él. Los bomberos buscaban el cuerpo, desde dentro sólo veíamos el reflejo de las linternas. Era ya muy de noche cuando alguien entró a explicarnos qué sucedía: “Se ha producido un arrollamiento”, dijo con la frialdad de los manuales el revisor. Todo el peso de la maquinaria, las ruedas de hierro, la estructura metálica, nuestro equipaje y nosotros mismos, la masa lanzada de la gente, partió por la mitad, aplastó, derritió, a una persona.

Sobre los suicidios siempre me queda la duda de si los impulsan un último acto de valor o el último arrebato de cobardía: matarse es una salida de emergencia. Aguantar el temblor de la máquina, no inmutarse en cuanto el conductor advierte el bulto y trata de evitar el impacto, son los hechos que prueban la toma de una decisión segurísima, cobardemente irrevocable.

El suicidio es una autolesión gigante. Hacerlo un domingo por la tarde es añadir desolación a la desolación. Salir de casa buscando las vías, viendo el último atardecer. El paseo solitario hasta el lugar exacto. Ya era lunes cuando un autobús nos dejó en Atocha. El episodio marcaba la sensación fatídica de la semana nueva. Vivimos atrapados en el bucle lamentable de los dos días libres. Normal que algunos se acuesten a esperar el tren. El silencio era depresivo. Habíamos participado, de alguna forma, en la muerte de un desconocido. Qué triste es ver a determinadas horas tantas maletas acumuladas. Ni siquiera lloraban los niños.