La selectividad del etarra es presentarse ante la sociedad sin empuñar ni las palabras. Otegi, empollón pero torpe, suspendió el examen de los españoles: todavía guardaba alguna bala oculta en la sintaxis. Supongo que deconstruirse el instinto asesino es complicado, convalidar el carné de terrorista entre la gente normal requiere un esfuerzo al que Otegi no llega.

A través de su puesta de largo en TVE, dejó claro que sigue haciéndole cuentas a los muertos. Fue más allá: habló de "dolor necesario", acotado el horror. Deshojando la margarita de los ejecutados, su idioma de metáforas vomitivas, considera que, tantos años después, cabe algún arrepentimiento concretísimo sobre un número exacto de víctimas: todas aquellas que sobrepasaron el porcentaje al que sí tenían derecho.

Pidió un perdón delimitado. Puso vallas a la base asumible de dolor como respuesta a su condición de rehenes de España. Otegi lo siente mucho por la proporción de vidas destrozadas que sobrepasó la cuota de cadáveres que les pertenecía. No sabemos cuál será el resultado tras aplicar la fórmula que sólo conoce él, líder legal de la formación legal que votaron legalmente miles de ciudadanos, pero le sale a deber y es, la verdad, un alivio. Reconoce que ETA no se quedó corta, que está en deuda de vivos con el país.

Mientras acarrea la legalidad de su situación, Otegi aplica matemáticas a los ataúdes, restando niños, multiplicando guardias civiles, dividiendo las explosiones, sumando tiros en la nuca. Pone el igual y garabatea el resultado, la factura de la pesadilla. Dijo que quizá sobrepasaron el dolor “que teníamos derecho a hacer”, colocando en prime time una gran cañería de miseria.

Para Otegi también existe un relato, como en el procès, que le perjudica. Su ciudadanía amorfa no explica el rechazo que genera haberse apuntado a ETA. Diseñaron un conflicto, montándose la excusa para asesinar. Los años lo transformaron en el marco del hombre de paz que plantó la democracia en la carnicería regentada por los gudaris. El relato es la distopía del etarra vencido, que remonta disfrazado de gran obrero de la paz. Se presenta como un mártir del pacifismo, aunque tenga caliente la calculadora sobre la lista de nombres que les sobraban. 

Con la entrevista, al menos, ganamos algo. Antes, los miembros de ETA aparecían en Televisión Española encapuchados o representados por sus asesinados: los muertos tendidos en las aceras hablaban por ellos, había una montaña, los charcos de sangre como amenazas que aliñaban las comidas de las familias a la hora del telediario.

Ahora, ya lo hacen a cara descubierta, cumpliendo con la primera parte de la transformación: el índice de masa corporal disparado de Otegi prueba su adaptación al sistema que quiere destruir. La democracia española es confortable, y este político recién llegado a la confrontación civilizada de ideas habla de votos, de representación, de pactos, de gobernabilidad y de instituciones sin pintar una diana, pero no es suficiente. Qué va a ser suficiente.