La escena final del juicio a los cabecillas del proceso separatista, con los reos reafirmándose en las acciones que les han llevado al banquillo, interpelándonos a todos desde su liderazgo moral, mártires de la causa que ha de salvarnos del podrido Estado español, demuestra lo peligroso que pueden llegar a ser los buenos sentimientos.

Cómo no sentir un punto de conmiseración viéndoles ante el tribunal, cargados de sus afectos y anhelos, cada uno con su drama familiar -los hijos a los que han dejado de dar las buenas noches, la madre a la que no pueden consolar en la vejez-, convencidos de que merece la pena sacrificarlo todo por unos ideales.

Poco importan los senderos por los que han llegado al convencimiento de que han de inmolarse en esa misión. Estoy seguro de que no interpretaban, de que no fingían cuando denunciaban ser víctimas de persecución. O cuando venían a comparar a la Justicia española con -es un decir- el consulado de Arabia Saudí en Estambul, donde los disidentes salen a trozos en una maleta. Ni al asegurar que no sienten odio ni rencor hacia quienes les han conducido a su situación y sólo buscan su escarmiento. Lo trágico, lo absolutamente descorazonador es que es gente normal, y que cualquiera de nosotros podría ser uno de ellos.

Lo dijeron, arropados en la sala por las principales autoridades de Cataluña, para darle más solemnidad a una jornada que pasará a los libros de historia, porque sus nombres los recitarán con devoción generaciones enteras de catalanes. Lo dijeron. Ven en el juicio una oportunidad para redimirnos; se entregan a la defensa de valores universales, de derechos y libertades conculcados; el tribunal no les condenará sólo a ellos, sino a varios millones de compatriotas...  

Quizás el testimonio más revelador fue el de Jordi Cuixart. No porque reconociera que Cataluña es "una de las regiones más prósperas de Europa", lo que se compadece mal con la tesis de la opresión secular española. No porque adujera que se está tratando de "deshumanizar" a quienes encarnan el movimiento separatista, pese a que nadie le ha llamado bestia tarada ni ha limpiado con lejía sus pisadas. No porque hiciera un canto a "empatizar con los otros" sólo horas después de que la portavoz de la Generalitat se negase a responder preguntas en castellano. Lo sintomático es que sostuvo como prueba de dignidad y de autoridad moral que ha sido fiel en todo momento a su "conciencia". Ahí el drama.

La ética es intersubjetividad, respeto y reconocimiento de la dignidad del prójimo. Invocar la conciencia de uno -o de miles, tanto da- para actuar sin mirar a los lados, es olvidar que hay otros muchos cuya conciencia puede dictarles cosas distintas a la nuestra. ¿Qué lugar ocuparon en la conciencia de quienes han sido juzgados en el Supremo los millones de catalanes que no quieren la independencia o los millones de españoles que no comparten su convicción de que este país vulnera con alevosía los derechos humanos?    

Para librarnos de la tentación de dejarnos llevar por las representaciones de nuestra conciencia, legítimas pero particulares, está el derecho. El mismo que tantas veces se han saltado iluminados y salvadores de la patria sin el menor remordimiento.